¿Qué puede entender un lector
medio que le ofrece, antes de abrirlo, un libro titulado
El canon oculto? En principio, acceder a algún tipo de conocimiento
fundamental (de ahí la palabra “canon”, en alusión a un conjunto estable y
duradero de referencias comunes) que, por alguna razón habría permanecido en la
sombra, posiblemente debido a una prohibición o incluso a una persecución por
parte de un poder formal interesado en que dicho canon no saliera a la luz, por
su carácter nocivo o peligroso para el
statu
quo.
Pues bien, no se trata en absoluto
de eso. Lo que nos ofrece José Manuel Sánchez Ron es un amplísimo, documentado
y concienzudo análisis de una amplia colección de obras de literatura
científica (exactamente cien, desconozco si porque no existen más o para que el
número sea redondo, pulido, exacto y hermoso), desde el
Corpus Hippocraticum, de los siglos IV-V a.C., hasta
The Fractal Geometry of Nature, de
Benoît Mandelbrot, publicado en 1983.
El recorrido, profusamente
ilustrado y primorosamente editado en un volumen de excelente calidad (tapa
dura, encuadernación cosida, papel estucado) está llamado a convertirse en una
herramienta de consulta imprescindible para cualquier persona interesada en la
historia de la cultura occidental, actualmente sometida a todo tipo de ataques
con el propósito confeso de “cancelarla” y sustituirla por aún no queda claro
el qué.
Lejos de presentarnos obras ignoradas,
el autor compila datos y explicaciones acerca de títulos más o menos conocidos
en un estilo ameno, de “alta divulgación”, muy común en los países anglosajones
pero en clara recesión durante los últimos tiempos en todo el mundo, demasiado
atareado en asomarse a y mostrarse en una pantalla como para leer nada en
ningún soporte (ni siquiera digital). Entonces, ¿por qué se nos ofrece como
clandestino algo que resulta, ya no solo aceptado, sino plenamente operativo en
nuestra sociedad, desde el momento en que dichos libros forman parte de lo que
estimamos como nuestro “patrimonio cultural”?
La justificación del título nos la
brinda el propio autor en una introducción sobre la que me gustaría detenerme
un momento. Dice Sánchez Ron que ha escrito su libro para “rebatir (sic) la tan
extendida costumbre (sic) según la cual los cánones de lo mejor que la
humanidad ha producido a lo largo de su andadura se elaboran con la inclusión,
únicamente, de obras de literatura, junto con ocasionales textos de filosofía e
historia”. La selección de las palabras no parece fruto de la casualidad, y sí
de un acusado y patente
animus belli.
Sánchez Ron se erige en paladín de un determinado legado, el de la literatura
científica, que en su opinión merecería abrirse paso –si es preciso, como
enseguida veremos, a codazos– en un jardín supuestamente secuestrado por los
literatos, esa gentecilla con cuyas zalamerías el pueblo habría quedado
cautivado a despecho de la baja estofa intelectual de sus aportaciones.
Llama la atención que haga
abstracción el despechado cruzado de otros referentes que, siendo absolutamente
fundamentales para nuestra autopercepción como cultura, no ha querido incluir
en el malévolo y totalitario canon: me refiero a los músicos (Monteverdi, Bach,
Mozart, Beethoven), los pintores (Giotto, Leonardo da Vinci, Miguel Ángel), por
no hablar de los arquitectos o los escultores o los cineastas... Si pone el
foco en los literatos es por algo, y pronto sabremos por qué.
Frente a los libros
con ciencia (que son los que al final
importan: aquellos que hacen acopio de un conocimiento valioso y lo saben
comunicar de un modo bello y eficaz), afirma Sánchez Ron que los libros
de ciencia –una nomenclatura algo laxa
para provenir de un científico– logran, cuidado, “garantizar el acceso a lo
mejor (¿?) de la sabiduría que los seres humanos han alcanzado”. La palabra no
es baladí. En nuestra tradición, sabiduría, desde muy antiguo (¡desde la Grecia
antigua y la Biblia, nada menos!), es sinónimo de excelencia en el ámbito de
aquello que más nos incumbe: la elucidación de las nociones y, en su caso, las
prácticas necesarias para acceder a un estadio superior de la existencia
humana, tan alejado de los perentorios instintos primarios como de las
mezquinas e ilusorias necesidades secundarias. El “sabio” ha sido, desde los
orígenes, el hombre por antonomasia: aquel que sabe ser y estar, y lo comparte
con los demás de un modo explícito o, sobre todo, implícito, inspirador.
Por suerte para nosotros, los
letraheridos, Sánchez Ron no le niega valor a nuestros amados libros: “¿Cómo
olvidar a Homero, Dante, Teresa de Jesús [...] y tantos otros?”. Menos da una
piedra, aunque no cantemos victoria: enseguida se ponen las cartas sobre la
mesa. “Lo único que deseo es recordar que la ciencia no es, en absoluto, menos
importante”, y ahora viene el órdago: “de hecho, a la larga (sic), cuando el
tiempo se haya extendido tanto que el pasado sea necesariamente (sic) una tenue
sombra”, se acabará comprobando la validez de la afirmación de G. H. Hardy de que
“la matemática griega es ‘permanente’, más permanente incluso que la literatura
griega”, vamos, que los frutos del espíritu son hijos de su época, y en cuanto
tales, efímeros y condenados al olvido, pues su naturaleza es aparente,
transitoria y falaz, frente a la durabilidad y consistencia indubitable de las
conquistas de la ciencia. No contento con esta salida de pata de banco,
impropia de alguien que aspira a proponer nada menos que un nuevo canon
occidental, remata la faena Sánchez Ron, de nuevo camuflado tras las palabras
de Hardy: “Arquímedes será recordado cuando Esquilo haya sido olvidado”.
Aun con todo, el autor de
El canon olvidado no es ningún necio, y
no puede dejar de recordar que en el cementerio de la historia yacen centenares
de tesis, hipótesis, dogmas, leyes y axiomas, todos ellos perfectamente
científicos... durante un tiempo (es decir: que, al cabo, también se revelaron
producto de sus respectivas épocas). Desde que Karl Popper nos advirtiera de
que la ciencia, tras sus fatuos andares y sus maneras señoriales, oculta una
entraña tan frágil que merece el calificativo de “falsable” –o sea, siempre en
un tris de ser refutada-, ya no es de recibo seguir sosteniendo que el único
conocimiento merecedor de tal nombre es el que ha sido sancionado como tal, de
una vez y para siempre, por el método experimental.
Extraña no encontrar en el centón
de títulos analizados por Sánchez Ron un libro realmente fundamental como
La lógica de la investigación científica
(1934), donde se inflige un severo correctivo –más tarde amplificado y en la
actualidad aceptado por la comunidad científica– al delirio ilustrado de
alcanzar una certeza irrevocable acerca, ya no del mundo, sino... de nada. La
física cuántica y sus desarrollos han delatado que el emperador está desnudo,
que el científico es un individuo tan menesteroso (¡incluso más!) que el poeta,
y que el universo en el que ha decidido habitar, en lugar de verse bañado por
una luz cada vez más intensa, está poblado por realidades que intuye –la
existencia del bosón de Higgs necesitó nada menos que medio siglo para ser
demostrada experimentalmente– pero que tal vez nunca podrá llegar a probar.
¡Bonita paradoja! El producto de siglos de revolución científica es que la
verdad absoluta resulta... inefable.
Además, la tesis principal de
Sánchez Ron, la de que la literatura científica permanece ignorada por los
administradores de un supuesto monopolio de la cultura, es una falacia. Libros
como
Del mundo cerrado al universo
infinito, de Alexander Koyré, por citar solo uno (al cual tampoco concede
el autor ninguna atención sustancial), han contribuido de una manera esencial a
la comprensión del devenir de la cultura occidental, demostrando hasta qué
punto los descubrimientos científicos y las innovaciones tecnológicas son, a un
tiempo, causa y consecuencia de la mentalidad de una época, la de los siglos
XVII y XVIII, que se encuentra en la raíz de nuestra sociedad actual,
completamente entregada al culto exclusivo a la materia y al método empírico de
investigación, en detrimento de otros paradigmas basados, por ejemplo, en el
análisis e interpretación de los textos del pasado.
La literatura científica ha
formado, forma y siempre formará parte del rico bagaje de la cultura
occidental, porque no puede ser de otro modo: en tanto en cuanto, humanistas,
“nada de lo humano nos es ajeno”, la
Física
de Aristóteles nos interesa tanto como su
Ética
a Nicómano, la
Historia natural
de Plinio el Viejo tanto como las cartas de Plinio el Joven y las
Cuestiones naturales de Séneca tanto como
sus diálogos y tratados morales. Ahora bien, si, una tarde de domingo, quiero
leer a Pascal, ¿me decantaré por sus tratados de hidráulica o por sus
Pensamientos? No creo que nadie pueda
reprocharle a un lector de cualquier época que, en la tesitura de tomar un
libro de su biblioteca, prefiera optar por los segundos en perjuicio de los
primeros, en la medida en que, mientras que la
Cosmographia de Ptolomeo no deja de ser un mero documento histórico
y cultural, interesante pero no perentorio para nuestro destino personal, las
tragedias griegas o las
Confesiones
de San Agustín apuntan directamente a nuestro corazón. Tal vez Sánchez Ron
preferiría que, en lugar de seres humanos a los que, si nos pinchan, sangramos,
fuésemos artilugios dotados exclusivamente de una mente racional exenta de
pasiones y emociones; por muchos libros que escriba y publique, eso nunca
ocurrirá.
Al cabo, la tentativa que supone
El canon
oculto (que, como hemos visto, de oculto no tiene nada, aunque sí se me
antoja bastante ocultador) abunda en una dialéctica ya clásica: la que
contrapone, en palabras del filósofo Wilhelm Dilthey, las ciencias de la
naturaleza y las ciencias del espíritu. Para este autor, no por azar
considerado uno de los padre de la hermenéutica contemporánea, mientras que las
primeras pueden prescindir –y de hecho, lo hacen– de la categoría de
sentido, las segundas viven únicamente
por y para él. Un científico, entendido en su restrictiva acepción moderna, se
atiene a sus pruebas y medidas rigurosamente cuantitativas; el artista (sea
músico, poeta, pintor o filósofo) se mueve en el ámbito de lo cualitativo, de
lo existencialmente relevante. Por mucha pasión que invierta en su tarea, el
científico
no se juega nada cuando
investiga en su laboratorio la estructura del átomo: el humanista, por su parte
arriesga el todo por el todo cuando
se enfrenta a la perspectiva de dirimir, por ejemplo, si la vida humana tiene o
no una finalidad última, pues en caso de no ser así poco importará lo que sea
de nosotros durante nuestra peripecia en la tierra.
Aunque el propósito de Sánchez Ron
es loable (poner sobre la mesa una pléyade de obras que han aportado ideas
fecundas para el devenir de la ciencia occidental), inscribirla en un
planteamiento abiertamente agresivo –que recuerda por momentos a los que se
manejaron en la decimonónica “polémica de la ciencia española”– le resta
autoridad moral e invita a responderle en términos taxativos y contundentes.
No, señor Sánchez Ron, la ciencia no es, mal que le pese, la detentora de una
“inmortalidad” (sic) que subyacería tras la elucidación de las leyes de la
naturaleza física: aquella a la que el ser humano aspira es de otra índole, una
para la cual no existen mejores probetas que los clásicos ni microscopios más
fiables que sus obras (sean estas literarias, plásticas o musicales). Si la
defensa de un canon alternativo o complementario pasa por poner en la picota el
significado y la funcionalidad del concepto de
clásico, el negocio se me antoja ruinoso; si, por el contrario, se
conforma con proponer, amigablemente, una ampliación del mismo con materiales
que, en realidad, nunca han permanecido ignorados, no me queda más que darle la
bienvenida e invitarle a sentarse a compartir con nosotros, los humanistas, el
festín de la más alta sabiduría: la que nos recuerda que somos humanos, no
meros animales racionales, y que hemos venido a la existencia para algo más que
para crecer, reproducirnos y morir.