La astilla en el costado. Sobre la paternidad



Para Carmen, que abrió mis ojos

Según una opinión bastante extendida hoy en día, hasta hace muy poco ser padre era una verdadera bicoca: dicen que la sociedad estaba organizada por él y en torno a él, que nada escapaba de su control y que no existía autoridad que no emanase de él y retornase a él, con frecuencia centuplicada. Yo no sé si eso es cierto, pues de mi padre recuerdo que sólo aparecía para cenar, los días laborables, y se alzaba muy tarde, los fines de semana… Lo que sí resulta indudable, a estas alturas del siglo XXI, es que si hay una figura cultural y social que merezca todas los dardos -con permiso, no por azar, de la de Dios- es la de la paternidad. Ser padre, ahora mismo, es casi una provocación.

¿Cómo se ha podido llegar hasta aquí? ¿Qué extrañas conspiraciones azarosas han debido de producirse para que, de amo del orbe, el padre haya pasado a ser, como quien dice, el último paria de la tierra? (No es mera retórica: no son pocos los que, a causa de un divorcio desgraciado, se han visto literalmente en el arroyo). Es probable que el origen de las mutaciones que ha experimentado la cultura occidental en las últimas décadas se deba, en gran medida a la deriva individualista propia de la Modernidad tardía, según la cual cualquier instancia de poder superior a uno mismo queda en entredicho: de ahí que Dios y el padre sean los primeros damnificados. (Paradójicamente el gran beneficiario de dicha transformación ha sido el Estado, cuyas virtualidades patriarcales y casi divinas son demasiado evidentes como para tener que insistir en ellas: Él nos ve nacer, nos protege, nos educa, nos guía, nos castiga y se hace cargo de nosotros hasta el último suspiro).

En el arte y la literatura, las cosas no resultan mucho mejores, aunque tampoco fueron nunca buenas del todo. De hecho, la figura del padre suele revestir, tanto en la literatura como en la pintura, un papel secundario, normalmente asociado al ejercicio del poder, cuando no de la amenaza y la represión. El propio Freud llegó hasta el punto de colocar como clave de bóveda del desarrollo de la personalidad del niño… el asesinato (simbólico, por suerte) del padre.

Así las cosas, ¿qué queda de la paternidad en el siglo XXI? ¿Hay todavía hombres que la vivan como un hecho gozoso y crucial de sus existencias, incluso como una suerte de “bautismo” personal? En efecto, para quien asume dicha experiencia en su radicalidad, la paternidad supone una experiencia radical, cuando no fundacional. Incluso la mera perspectiva de ver prosperar a su primogénito en el vientre de la madre ya supone, para él, todo un seísmo intelectual y emocional. (Sirvan como ilustración los delicados y bellísimos aforismos de Juan María Uría Iriarte, escritos durante la gestación de su primer hijo e incluidos en el libro colectivo Fili Mei). Y es que, a despecho de la tesis existencialista, nada aproxima tanto al hombre a la fuente del sentido como asistir, entre atónito y maravillado, al milagro de la vida abriéndose paso entre las sombras del absurdo y la constante amenaza de la muerte.

Una vez alumbrado, el hijo se muestra ante el padre como un espejo permanente, no sólo de la especie en su materialidad, sino de sí mismo, en cuanto concreta subjetividad. De ahí la incomodidad que admite haber sentido en su momento Jordi Doce: “Me inquieta, en ocasiones, detectaren mi hija los mismos rasgos de carácter que ahora, en mí, defiendo y casi cultivo con orgullo”. Y es que el hijo, aunque individuo absoluto e irrebasable, también se nos presenta como un efecto de un acto nuestro: no hay duda de que él existe porque existimos antes nosotros, y entre astilla y palo subsistirá una deuda mutua clavada para siempre en el costado.

Y es que persiste en el alma de nosotros, los padres, la vaga sospecha -menos peregrina de lo que pudiera parecer- de que nacimos al mismo tiempo que nuestro retoño. ¡Somos hijos de nuestros hijos! Su venida supuso, para nosotros, una despedida de la ilusión de una existencia errática, separada e independiente, para emprender una vita nuova compuesta a partes iguales de dichas y desdichas, sabores y sinsabores, miedos y audacias. “La paternidad obliga a desplazar cada cosa un poco a la izquierda. Variar el eje de coordenadas. También los valores gravitatorios”, apostilla de nuevo Juan Manuel Uría Iriarte. Un auténtica revolución copernicana: ser padre significa abrirse a una naturaleza sobrevenida, redimida incluso, merced a la cual uno accede a una visión más completa de sí mismo y de su existencia sobre la tierra.

Esta metamorfosis íntima a la que obliga la paternidad arroja al hombre a una nueva percepción de su papel en el mundo, y ello puede causar estragos insospechados. Lo define bien Jesús Cotta en su aforismo: “El hombre con hijos es más vulnerable. Por eso tiene que ser más fuerte”. Todo aquel que tenga hijos habrá experimentado esta extraña mutación, que no deja de recordarle su rara dependencia del ser que de él depende. El hasta ahora fuerte se siente débil ante la nueva perspectiva de tener que proteger al nuevo hijo, y de ahí debe extraer la energía necesaria para cumplir con su deber, quizás el más irrenunciable, de cualquier persona bien nacida: el de velar por la seguridad de su prole.

He aquí un aspecto que, a mi entender, resulta esencial, y que explica muchas cosas acerca de la crisis sociocultural que experimenta Occidente en el siglo XX. La paternidad para el hombre (así como la maternidad para la mujer; en esto, como en tantas cosas, hay pocas diferencias naturales) implica medirse cara a cara con una dimensión, la del deber, para lo cual el individuo posmoderno ha perdido toda sensibilidad. No hay deber más natural y humano que el de ocuparse y preocuparse por el hijo. Abdicar de él nos supone una perspectiva aberrante. Se me ocurren pocas cosas peores que un padre negligente, más preocupado por su propio bienestar que por el de su hijo. Y, sin embargo, es el pan nuestro de cada día. Tanto es así que, en la actualidad, y gracias a las técnicas de reproducción asistida, no son pocas las mujeres que prefieren abordar su maternidad sin la concurrencia de un hombre… tan poco confía en él.

¿Qué puede esperarse de un mundo en el cual los padres que no han sido apartados de su derecho a velar por sus hijos, han dimitido de su deber de hacerlo? Desde luego, nada bueno. Ante todo, porque es un síntoma de una decadencia absoluta. Un ser que no es capaz de asumir el inmenso reto de la paternidad ha perdido, en mi opinión, el contacto con lo que le ha hecho humano. Porque, como nos recuerda Jordi Doce, “la paternidad cabalmente asumida nos arroja al circo de las emociones primarias, de los sentimientos que se tocan por intuición”. Y una civilización que le da la espalda a las emociones primarias, genuinas, está condenada a desaparecer… materialmente o, lo que es peor, moralmente.


(Prólogo al libro Fili Mei. Los aforistas y la paternidad, Libros al Albur, 2018)