José Luis Trullo, LA ESTIRPE DE SÓCRATES (extractos)



José Luis Trullo
LA ESTIRPE DE SÓCRATES
La vocación personal en el contexto del humanismo occidental

ISBN: 979-13-87504-14-4
210x148mm. 134 págs. 15€

INFORMACIÓN 
cypress.com.es@gmail.com.es


ÍNDICE

Nota del autor

Los hilos del destino

La misión de Sócrates

Un saber para la vida

Ley humana y ley divina

Libertad y obediencia

El arte de saberse parte

El primado de la voluntad

Pia philosofia

La lección del humanismo


 NOTA DEL AUTOR

Este libro es una continuación natural, o si se prefiere un suplemento, de Dignitas. Una apologia del humanismo clásico, que publiqué en 2024 en la editorial Thémata. Ya cuando le puse a este el punto final, sabía que debía prolongar mi exposición acerca de la excelencia humana con una dedicada a la vocación personal; de hecho, lo veo como un díptico en el cual se aborda el mismo tema desde dos ópticas complementarias: una de carácter genérico, en torno a las virtualidades propias de cualquier ser humano, y otra centrada en la irrebasable particularidad de cada individuo. Sin la fundamentación que aporta la primera, la segunda no pasaría de un repertorio de opiniones; pero sin esta última, aquella quedaría como una simple reflexión abstracta desprovista de resonancia concreta. Espero haber logrado aquello que me propuse cuando, hace ahora cuatro años, vislumbré la necesidad de poner por escrito las enseñanzas que había adquirido con mis lecturas de grandes clásicos desde que cumplí los veinte: compartir una convicción con argumentos, y argumentar con pasión una fe indoblegable en el ser humano como una criatura excepcional, superior a todas las demás, y tan solo un peldaño por debajo de los dioses inmortales. 

Sevilla, 6 de septiembre de 2025

 

  LOS HILOS DEL DESTINO

  

Tener un destino es sentirse 
súbitamente comprometido 
en una empresa interior.
 
Juan Gil-Albert

En el siglo XXI, la palabra ‘destino’, en el mejor de los casos, evoca el término de un viaje material, en tren, en barco o en avión; para el hombre clásico –y aun para el romántico: Hölderlin, Beethoven, Nietzsche–, señala la dirección necesaria, imperiosa, de un movimiento que se despliega en el tiempo, pero ante todo en el orden del sentido: el ‘destino’ sería aquella fuerza que imprime en quien la experimenta la clara conciencia de hallarse encaminado hacia un fin, o meta, a la cual no es lícito renunciar, so pena de abjurar de algo que nos concierne a todos y a cada uno, personalísimamente, en cuanto individuos libres y responsables.

Esta interpretación del concepto de ‘destino’ implica asumir que la existencia humana no se agota en la satisfacción de una serie limitada de necesidades biológicas, quedando el resto al albur de cada cual (en una equidistancia moral que impediría establecer una jerarquía entre los fines), sino en la realización de una tarea o misión singular que atañe a cada individuo en un plano tanto íntimo y personal como cívico y social.

Para poder admitir esta acepción de ‘destino’ hay que haber entendido y aceptado antes el significado de otro concepto nuclear para el pensamiento clásico, el de ‘cosmos’, no en tanto universo físico, sino en cuanto unidad ordenada y armónica de los elementos que lo componen. Existe un ‘destino’ personal en la medida en que existe un ‘cosmos’ organizado, y no un amasijo de elementos sin relación alguna entre ellos, del mismo modo que se puede hablar de ‘parte’ porque se presupone un ‘todo’ en el que se puede, incluso se debe inscribir de manera natural, aunque no siempre sin esfuerzo. En suma, la idea misma de ‘destino’ implica que cada uno de los miembros del cosmos es llamado a integrarse en el conjunto, siendo este conjunto en primer término la humanidad, aunque también la naturaleza misma, en tanto asamblea plenaria de todos los entes.

Desde los albores de la civilización occidental, en la Grecia arcaica, dicha imbricación entre destino personal e integración cósmica se plasmó en la figura de las Moiras (a menudo, elevadas a una abstracción: μοῖρα), que tejían el futuro que le aguardaba a cada mortal, y del cual este no podía desviarse a riesgo de ser duramente castigado por ello. Esta determinación rígida y extrema, que tantos estragos acarreaba a los héroes trágicos que se alzaron contra ella o la ignoraban por su propia negligencia –y que en la cultura Roma recibió el nombre de ‘fatum’, nuestro ‘hado’– choca frontalmente con la idea de una ‘libertad’ reducida al ejercicio incondicionado de la propia soberanía, un principio sagrado para la Modernidad. No es extraño, pues, que el concepto de ‘destino’ genere un rechazo instintivo entre nuestros contemporáneos, pues su convicción (casi su ‘fe’) de que se pueden permitir lo que quieran en cualquier momento queda así seriamente comprometida ante una instancia superior que ha decidido cuáles son los cauces por los que debe discurrir dicha ‘libertad’. Tampoco resulta fácilmente aceptable en el siglo XXI la idea de que todos estamos llamados a cumplir una tarea, ya sea genérica (dar la vida por la patria, sacrificarse por un ideal) o concreta (dedicarse a la docencia o a la música); se quiere creer, sí, que tenemos unos ‘deseos’ que debemos ‘perseguir’, pero sin conceder al eslogan una especial densidad argumental: se trata de un tópico que, de tanto que se reitera por tierra, mar y aire, acabamos respirando y, sin un mayor trámite, pasa a formar parte del inconsciente colectivo.

Sin necesidad de postular un fatalismo que anule la propia responsabilidad del individuo en la administración de su propia vida, en este libro queremos defender la vigencia, y aun la necesidad, de nociones que, como las de ‘tarea’, ‘misión’, ‘destino’ y ‘cosmos’, pueden ser percibidas como añejas y caducas, pero sin las cuales la existencia humana pierde toda su consistencia. De hecho, al despojar la ciencia moderna al ser humano de cualquier compromiso teleológico le ha arrojado en brazos del sinsentido, pues solo los seres irracionales pueden sentirse plenamente conformes con una existencia que carezca de conciencia de ‘fin’ (y no solo de cese).

A este respecto, pueden resultarnos de utilidad las palabras que escribió el humanista italiano Cristoforo Landino en la dedicatoria al libro I de las Disputas camaldulenses, centrado en la dialéctica entre la vida activa y la contemplativa:

Entre las distintas actividades, tan diversas, en las cuales trabaja el género humano, una en especial merece, tanto por parte de aquellos que poseen cierta prudencia como por el juicio de hombres sapientísimos, ser antepuesta a las demás; y es aquella que investiga el fin último de las cosas, a lo cual los griegos llaman telos, en cuanto meta final de la carrera, una vez alcanzada la cual podremos descansar en una segura tranquilidad. Si a tal fin el Dios supremo no nos hubiese determinado de manera cierta, la condición humana no podría concebirse más miserable. De hecho, mientras todas las demás cosas, ya sean animadas o inanimadas, poseen por objetivo un fin postrero, una vez alcanzado el cual pueden tenerse en buena lid por felices, ¿no deberíamos considerarnos tratados con suma iniquidad si únicamente el hombre no pudiera hallar en lugar alguno un propósito al que consagrar sus esforzados y casi infinitos trabajos, sus pensamientos, el curso entero de su vida?

Para un humanista que se precie de serlo (y no, lógicamente, para el simple descriptor del homo sapiens), una vida que no conoce o que se desentiende de su fin, es decir, la meta hacia la que se encamina, carece de sentido alguno: es absurda. Averiguar qué es lo que nos ‘depara’ el destino, es decir, qué es aquello que solo a nosotros concierne, y por eso nos resulta lo más ‘propio’, se convierte entonces en la tarea fundamental a la que debemos consagrarnos:

Sin duda, así como los arqueros divisan a lo lejos el objetivo de sus dardos, del mismo modo la naturaleza, que nunca se equivoca, nos propone una meta final. Desdeñarla implica para el hombre sentirse permanentemente desdichado; si, por el contrario, hacia ella tienden todos nuestros denuedos, alcanzaremos la suprema beatitud. Así pues, ¿qué puede imaginarse más insensato que echarnos a perder en desvelos sin fin, soportando intolerables fatigas y afrontando evidentes peligros en tareas que no nos benefician en nada, antes bien, con frecuencia nos perjudican, en lugar de preocuparnos por conocer lo único que nos puede dotar de armas contra los ímpetus adversos de la fortuna, permitiéndonos discernir los propósitos vanos y efímeros de un sólido, perfecto y auténtico bien?

Una vida entendida en términos de vocación y destino cobra volumen y relieve, sentido y dirección; sin ellos, vaga sin rumbo a merced de los acontecimientos externos, pero también de los propios impulsos y caprichos. Sin una brújula apuntando al norte, ni siquiera hay viaje: solo deambulación. Como apuntó con tino Joseph Joubert: “Todos portamos dentro algunos indicios de nuestro destino. No hay que borrarlos, sino seguirlos; sin ellos, nos veremos inevitablemente abocados a un puerto falso e infeliz”. Concebir la existencia humana en términos de navegación, por muy gastada que pueda parecer dicha imagen, no deja de resultar provechoso, ya que nuestra vida consiste en surcar un espacio amplio e ilimitado, y de nuestra pericia depende emplear los vientos para avanzar sin percances y alcanzar tierra firme.

Ahora bien, mientras que para el hombre del siglo XXI (al menos, el de las opulentas y decadentes sociedades occidentales) el ‘destino’ o ‘puerto’ de la vida no es otro que la tumba, tanto para el clásico como para ese heredero suyo que es el humanista dicha meta es... la plenitud. Al consumar la tarea personal a la que hemos sido convocados por el ‘cosmos’, y que experimentamos íntimamente en forma de ‘destino’ irrenunciable, hallamos nuestro ‘lugar bajo el sol’ (otra metáfora recurrente, pero no por ello menos cierta), nos sentimos ‘realizados’, conformes con nuestra vida... felices.


[...]


 

 

LA LECCIÓN DEL HUMANISMO


Marco Tulio Cicerón, dignísimo heredero de los filósofos griegos y autor admiradísimo por Francesco Petrarca y por San Agustín, dejó plasmado en las Leyes un magnífico encomio del hombre que vale la pena traer aquí a colación, porque permite tender un puente entre los autores abordados en este libro, conformando una lección unificada de humanismo transversal:

 Este animal previsor, astuto, de muchos recursos, agudo, dotado de memoria, lleno de inteligencia y de reflexión, al que llamamos hombre, ha sido engendrado por el dios supremo con una condición privilegiada. Entre tanta variedad de tipos y naturalezas es el único de los seres vivos que participa de la razón y del pensamiento, mientras que todos los otros carecen de ellos. Porque ¿qué hay, no voy a decir ya en el hombre, sino en todo el cielo y la tierra más divino que la razón? A ésta, cuando ha crecido y ha alcanzado su total madurez, se la llama acertadamente sabiduría. Así pues, como no hay nada mejor que la razón y ella existe tanto en el hombre como en la divinidad, el primer vínculo del hombre con la divinidad es el de la razón. Ahora bien, quienes tienen en común la razón, tienen también en común la razón recta. Y puesto que ella es la ley, también se nos ha de considerar a los hombres vinculados con los dioses por la ley. Y lo que es más, entre quienes hay comunidad de ley, entre ellos hay comunidad de derecho. Pero, aquellos para los que estas cosas son comunes han de ser considerados como de la misma ciudad. Y si obedecen a las mismas autoridades y poderes, con mucha más razón obedecen a esta organización celestial y a la mente divina y al dios superior, de manera que por ello este mundo en su totalidad ha de ser considerado una sola ciudad, común a los dioses y a los hombres. Y el hecho de que en las ciudades según un cierto criterio, del que se tratará en el lugar oportuno, se diferencien las situaciones familiares de acuerdo con los parentescos, se produce de modo tanto más grandioso y tanto más maravilloso en el universo por cuanto los hombres están incluidos en el parentesco y linaje de los dioses.

En efecto, cuando se investiga sobre la naturaleza del hombre, suele hacerse el razonamiento –y sin lugar a duda es un razonamiento correcto– de que a lo largo de los continuos cursos y revoluciones de los astros se presentó el momento en cierto modo propicio para echar la semilla del linaje humano, que, esparcido y sembrado por la tierra, fue enaltecido con el don divino del alma, y mientras que los hombres tomaron de la condición mortal otros elementos frágiles y perecederos de los que están constituidos, el alma fue engendrada por la divinidad. Por ello puede hablarse con exactitud de parentesco de linaje o de estirpe entre nosotros y los dioses. Y así, entre tantas especies de seres vivos no hay ninguno, excepto el hombre, que tenga noción alguna de la divinidad, y entre los propios hombres no hay ningún pueblo ni tan pacífico ni tan fiero que, aunque desconozca cuál es el dios que ha de tener, no sepa, sin embargo, que ha de tenerlo. De esto resulta que está reconociendo la divinidad porque en cierto modo recuerda de dónde procede. Por otra parte la virtud es una misma en el hombre y en dios y no existe en ninguna otra especie; ahora bien, la virtud no es otra cosa que la naturaleza llevada a la más alta perfección; hay por tanto, una semejanza entre el hombre y dios. Y puesto que esto es así, ¿qué parentesco más próximo o más seguro puede haber? (I, 7, 22-25)

En este texto, cuya extensión y profundidad lo eleva a la condición prácticamente de manifiesto del humanismo, podemos encontrar todas y cada una de las tesis que este defiende, bien sea desde la ribera pagana, bien desde la cristiana: que el hombre ha sido creado por Dios y es de una naturaleza superior porque está dotado de alma y de razón, gracias a la cual descubre una pauta o ley común a la que debe someterse para estar a la altura de su condición nativa; por último, mediante el cultivo de la virtud, el hombre puede hacerse digno de su parentesco con la divinidad, que al fin y al cabo es a quien le debe tantos y tan preclaros dones. En otros pasajes, y en otros autores, esta matriz básica se enriquecerá con todo tipo de extensiones teóricas y prácticas, pero el núcleo esencial es este; y ni siquiera el epicúreo más recalcitrante ni el cínico más indomable dejará de suscribir dichas tesis (quizás algún escéptico... pero con la boca pequeña). Al fin y al cabo, el gran legado de Occidente se resume en un puñado de verdades perdurables, en las cuales se reconocen prácticamente todos los pensadores de todas las épocas y todas las latitudes... hasta llegar a la Modernidad, que rompe la continuidad con el pasado para tratar de instaurar una serie de creencias cuyas consecuencias intelectuales, espirituales, éticas y sociales estamos padeciendo en la actualidad.

Sea como fuere, de lo que apenas caben muchas dudas es de que tanto Jenofonte como Cicerón, Séneca, Epícteto, Marco Aurelio, San Agustín, Francesco Petrarca o Juan Luis Vives, por solo ceñirnos a los autores a los que mayor atención hemos prestado en este libro, fueron, cada uno a su manera personal, unos magníficos portaestandartes del legado clásico (entendido en un sentido amplio: pagano y cristiano), y en todos ellos percibimos unas enseñanzas que son las mismas que determinaron a Sócrates a elevar la antorcha de la verdad frente a la demagogia, de la razón frente a la opinión, y del espíritu frente a la materia.

En un arco de prácticamente dos mil años, estos grandes ejes permanecieron invariables dentro de la propia tradición humanista, aunque no siempre con la clara conciencia de formar parte de ella; fueron los humanistas del Renacimiento, primero, y después nosotros, sus bisnietos, quienes al ver comprometida su vigencia hemos caído en la cuenta de la profunda coherencia de un legado que, ahora mismo, se encuentra al borde del abismo, atacado por varios flancos: por un cientifismo ramplón, que aplasta lo real a lo cuantitativamente mensurable; por un materialismo obsceno, que priva al hombre de cualquier dimensión espiritual, o que reserva a esta unos usos lúdicos o pintorescos; por un academicismo vacuo, al cual poco o nada le importa la necesaria extensión ética y práctica del conocimiento, pues lo reduce a un documentalismo exangüe e inane; por unas hordas ideologizadas y violentas, que tratan de arrojar al mar del olvido el gran tesoro del pasado...

Es por ello que, en el siglo XXI, quienes nos reconocemos herederos de esta tradición, de su importancia y de su necesidad, hemos de perseverar en transmitir e interpretar los textos de los grandes autores clásicos, pues de ellos emanan las esencias más preciosas y los valores más sólidos, eso sí, sin renunciar a establecer con ellos un diálogo crítico y fecundo. Porque, como ya advirtió Séneca, con su proverbial lucidez, en su carta LXIV:

Venero los descubrimientos de la sabiduría y a sus autores; me place acudir a ellos como a un patrimonio legado por muchos. Tales verdades las han conseguido para mí, las han elaborado para mí. Hagamos, sin embargo, como un buen padre de familia: incrementemos las riquezas recibidas; que este patrimonio, engrandecido por mí, pase a la posteridad. Mas queda y quedará aún mucho por hacer; ni a mortal alguno después de mil siglos le faltará ocasión de aportar algo todavía. Pero, aun cuando todo haya sido descubierto por nuestros antepasados, será siempre nuevo tanto el uso, como el conocimiento y ordenación de los descubrimientos ajenos. [...] Los remedios del alma los hallaron los antiguos, pero indagar cómo y cuándo se han de aplicar es nuestro cometido. Mucho han conseguido nuestros predecesores, pero no lo han conseguido todo. Aun así se les debe venerar y dar culto como a dioses. ¿Por qué no voy a tener las estatuas de los varones preclaros como estímulo para el alma y celebrar su natalicio? ¿Por qué no he de nombrarlos siempre con respeto? La veneración que tengo a mis preceptores, la misma, debo a estos maestros del género humano, de quienes dimana el origen de un beneficio tan grande. 

Si me encuentro con un cónsul o un pretor, otorgaré a ellos todos los cumplidos con los que suele dispensarse el honor debido a los personajes honorables: saltaré del caballo, me descubriré la cabeza, les cederé el paso. ¿Es que a uno y otro Marco Catón, a Lelio el Sabio, a Sócrates con Platón, a Zenón y a Cleantes no les voy a dar cabida en mi ánimo con la máxima veneración? Por supuesto que yo les venero y me pongo siempre de pie ante nombres tan ilustres.

Con esta sincera actitud gratulatoria, pero no prosternada ante el pasado, los humanistas asumimos la parte de la responsabilidad que nos toca: la de recibir respetuosamente un legado dos veces milenario, el de estudiarlo con la máxima atención y el de compartirlo con nuestros contemporáneos de manera interpretativa, es decir, señalando sus luces y sus sombras, sus eventuales contradicciones y sus lógicas ocultas, para ponderar aquello que pueda ser de utilidad (un concepto que algunos ponen en la picota en la actualidad, tildando su afición a las letras como algo ‘inútil’) para la curación de las almas y, sobre todo, para recordar y recordarnos en todo momento que somos seres humanos, es decir: las criaturas más dignas de la tierra, aquellas por las que todo recibe sentido y que, por ser las únicas dotadas de razón y libertad, han de estar a la altura de tan noble condición. ¿Cómo? Emulando a Sócrates: atendiendo al dios interior, a ese que nos indica cuál es nuestra misión personal, nuestra vocación más íntima, la cual redundará en beneficio de la comunidad, pues nuestro lugar es un lugar en el cosmos, no al margen de él.

En este libro hemos tratado de rastrear las huellas de algunos autores que, acogiendo e interpretando el legado de Sócrates, lograron abrir una senda por la que aún podemos, si lo queremos, transitar en nuestro camino hacia esas ‘metas más altas’ que son las que se nos exigen, en cuanto seres humanos. ¿Estaremos a la altura de la llamada del dios? ¿Prestaremos oído a su llamada? ¿Asumiremos y consumaremos nuestra vocación? En las manos de cada cual está dar respuesta a esta cuestión fundamental, al margen de la cual solo nos espera una existencia que en nada se diferencia de la de un topo. Y qué caída tan vertical, pudiendo llegar a ser águilas imperiales...

  

BIBLIOGRAFÍA

 

Fuentes

 

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Bibliografía consultada

 

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