Javier García Gibert (Valencia, 1956) es un filólogo y ensayista español. Doctor en Filología con una tesis sobre Baltasar Gracián y estudioso de la tradición humanística, es autor de investigaciones sobre la literatura española de los Siglos de Oro y la tradición literaria occidental, tanto desde su fuente clásica greco-latina como desde su fuente bíblica judeocristiana. Ha sido profesor de la Universidad de Valencia. Entre sus libros dedicados a temáticas humanísticas destacamos Con sagradas escrituras. Diez ensayos sobre literatura bíblica, Madrid, Antonio Machado Libros, 2002; Sobre el viejo humanismo. Exposición y defensa de una tradición, Madrid, Marcial Pons, 2010; y La humanitas hispana. Sobre el humanismo literario de los Siglos de Oro, Universidad de Salamanca, 2010.
-¿Para qué humanistas en tiempos de penuria?
Para preservar la mejor y más larga tradición de sabiduría escrita. No es poca cosa. Una tradición que hunde sus raíces en la antigua cultura greco-latina, por un lado, y en la posterior tradición judeocristiana, por otro. Esa es la base y referencia irrenunciable de cualquier “humanista”, y lo único que nos permite enfrentarnos de manera sólida a los post-humanismos, trans-humanismos o animalismos del siglo XXI y, en último término, al humanitarismo post-ilustrado del que proceden.
Establecer nítidamente esta diferencia entre “humanismo” y “humanitarismo” me parece fundamental y eso era una de las claves hermenéuticas de mi libro Sobre el viejo humanismo, que se publicó en el año 2010. En el mismo título ya introduje a propósito el adjetivo “viejo” para confrontarlo con los nuevos humanismos “humanitarios” que afloraron en el siglo XVIII y cuya premisa era reconducir la ética a la ideología y vincular progreso material con progreso espiritual. Errores muy graves. Hoy en día muchas ideas de corte humanitario se presentan como humanistas, navegando bajo pabellón falso, y es conveniente desenmascararlas, porque, pareciendo a veces lo mismo, son radicalmente distintas. El humanismo, por ejemplo, habla de libre albedrío, no de libertades, de secularización, no de laicismo, de antidogmatismo, no de tolerancia, de paridad de las almas bellas al margen de sexo, raza, origen social o religión, pero no de igualitarismo (que es hacer iguales a los que no son iguales). Y prioriza los deberes sobre los derechos, porque son aquellos, no estos, los que ennoblecen al individuo. Por otro lado, la racionalidad humanista no tiene nada que ver con el racionalismo filosófico-científico, pero tampoco con el sentimentalismo imperante, pues ambos son ambos productos inequívocos del humanitarismo ilustrado.
Y, en fin, para responder de otro modo a tu pregunta. En el ADN cultural del viejo humanista está esa sensación melancólica de vivir en la “penuria”, en un tiempo equivocado. El primer humanista moderno, Francesco Petrarca, es un ejemplo paradigmático. Aunque abrió las puertas de una época tan grandiosa como el Renacimiento, él era un antimoderno declarado que miraba con devoción a los antiguos y se sentía un hombre perdido en la degradación de los tiempos. Decía que tenía que haber nacido mucho antes o mucho después, pero no en medio de la basura (“in medium sordes”). El verdadero humanista es siempre un desterrado espiritual y vive con la melancolía a cuestas, aunque es verdad que estamos en unos tiempos insólitamente oscuros y penosos.
- Tantos siglos de transmisión de la cultura occidental, ¿ahora en la picota? ¿Qué se gana y qué se pierde, si la cancelamos?
“Cancelar” es, en efecto, el término adecuado para remitir a la inesperada agresión a la libertad de juicio que opera hoy en día en el pensamiento hegemónico de las sociedades supuestamente “democráticas”. Pero si la cultura humanista se cancela es por la incuria y la debilidad de la comunidad histórica que le ha dado vida. Occidente ya no es el faro del mundo y hoy se disuelve lamentablemente en deshumanizadores programas de globalización en los que ni siquiera tiene un papel protagonista. Esto sucede porque hemos perdido lo que nos daba crédito y fuerza: los principios, los valores, las raíces que nos hacían pensar que éramos importantes y que teníamos una misión que cumplir. Si no los mantenemos o recuperamos pronto –acaso reinterpretándolos, sin traicionarlos-, la derrota está servida, porque esos principios, esos valores, esas raíces, son precisamente las únicas armas para luchar contra lo que se nos viene encima.
Me preguntas qué se perdería con esa derrota. A mi juicio se perderían muchas cosas para el desarrollo espiritual y la dignidad del ser humano, pero te diría que, en último término, se perdería algo fundamental, que a nivel global y comunitario ya se ha perdido: el Sentido. Y no me refiero sólo al sentido trascendente, sino a cualquier tipo de sentido, que es lo que había preservado siempre, con toda sus fuerzas, la cultura humanística. Porque el Sentido es esa noción reguladora que abstrae del mundo fenoménico el orden y la coherencia necesarios para vivir dignamente la vida. Es la razón encaminada a un fin, pero va mucho más lejos que la razón a secas, pues a diferencia de esta no pertenece al mundo de los medios, sino al mundo de los fines, e incorpora no solo los medios racionales sino también lo intuitivo y lo revelado por la tradición.
La “muerte de Dios” voceada por Nietzsche ha sido fundamental, evidentemente, en esta pérdida, pero lo cierto es que el hombre, como temía el propio Nietzsche, no ha estado a la altura de aquel voceado acontecimiento y ha sido incapaz de crear sentidos alternativos. De hecho, ha sucedido todo lo contrario en los últimos tiempos: el desmontaje minucioso y contumaz de cualquier elemento superior de armonización ha sido un verdadero harakiri intelectual producido con saña y verdadero placer por quienes lo han maquinado, y ha sido encajado sin aparente dolor –esto es lo más asombroso- por la mayoría de ciudadanos que lo han padecido. Es verdad que el proceso de desmontaje asentaba sus bases epistemológicas en el siglo XVII, su munición ideológica en el XVIII y sus planteamientos políticos en el XIX, pero lo cierto es que han sido los popes intelectuales de la segunda mitad del pasado siglo quienes, retomando aspectos antihumanísticos de Marx, de Nietzsche, de Freud, y bajo la sombra filosófica de Heidegger, dieron el acelerón definitivo. Me refiero a figuras como Lacan, Foucault, Deleuze, Derrida… El pensamiento deconstruccionista de este último autor, en su denodada búsqueda por socavar todo cimiento que permita sostener cualquier relato legitimador de Sentido, es el epítome de todo ello.
- El materialismo rampante, el imperialismo de la técnica, la pérdida de la dimensión espiritual del hombre, incluso la puesta en cuestión del valor de la "humanitas"... ¿a dónde nos llevan?
A nada bueno, desde luego, aunque la verdad es que me veo incapaz de predecir el futuro. Creo que nunca ha estado la humanidad en su conjunto tan al albur, tan a la intemperie, con tantas amenazas e interrogantes y tan desorientada y con tan pocas respuestas.
Pero no cabe duda de que el siglo XXI es un cambio de era en la historia humana. Es el comienzo de la Era Digital y eso cambia radicalmente las cosas. La realidad totalmente imprevista de una persona atada a un chisme, a un artefacto, sin el cual ya no puede vivir y del que depende para todo es una pesadilla digna de la distopía más aterradora, pero la hemos normalizado absolutamente y además nos sentimos orgullosos de ello. Cualquier reflexión humanista no tiene más remedio que empezar planteándose de manera crítica esta esclavitud digital, que marca desgraciadamente el signo de los tiempos.
Sin duda te refieres a esto cuando me hablas del “imperialismo de la técnica”. De hecho, las ilusiones de la humanidad en su conjunto parecen hoy en día estarle sometidas: lograr la máxima longevidad, aunque sea a costa de la robotización, gracias a la cibermedicina y a la neurociencia, y agotar las posibilidades de presencia e intervención en el mundo mediante redes sociales y realidades virtuales. Estas ilusiones conculcan todos los preceptos de la sabiduría humanista (narcisismo frente a autoconocimiento, promiscuidad frente a discriminación juiciosa, dependencia frente a dominio de sí, etc.) y, por añadidura, ninguna de estas ilusiones es capaz de generar el Sentido del que hablábamos antes. Tampoco lo generan, por cierto (al menos para los espíritus más libres y más conscientes de su herencia cultural), las denominadas “agendas” y “programas” de globalización, que presentan servidumbres muy severas para la autonomía de los individuos y de los pueblos.
Aunque la dimensión que han alcanzado las cosas y la rapidez de su desarrollo ha sido y es imprevisible, la tradición humanista ha tenido la virtud de advertir desde siempre la peligrosa vía por la que nos ha llegado esta realidad distópica: el arrobo ante el progreso científico y técnico. Ya Sócrates en el Fedón afirmaba, a propósito de la física de Anaxágoras, que la visión científica deslumbraba más que iluminaba y que se encontraba al margen de las necesidades íntimas del ser humano. A lo largo de los siglos, los máximos referentes del humanismo -desde San Agustín, Petrarca o Montaigne hasta Hannah Arendt o George Steiner- no han dicho otra cosa. Y desde luego fue el humanitarismo ilustrado, no el viejo humanismo, quien pensó (con Condorcet) que el progreso técnico y científico iba a acarrear en el ser humano un consecuente progreso moral e intelectual. Aún hay mucha gente que sigue creyendo en ello. Yo no lo creo. Asumo por entero el punto de vista del viejo humanismo, para el que el innegable progreso científico-técnico a lomos de la Historia tiene sólo relativa importancia, porque lo verdaderamente importante es el progreso moral y espiritual que cada individuo adquiere en el curso de su vida. No le faltaba razón a Ortega cuando, en La rebelión de las masas, enjuiciaba al hombre-masa moderno como un ser cada vez más “primitivo” que tenía a su disposición los sofisticados objetos de un mundo cada vez más “civilizado”. ¿No es eso una anticipación perfecta de la omnipresente imagen de un espécimen humano enfrascado con su móvil?
- ¿Cómo volver a seducir a quienes le han dado la espalda a los valores permanentes de lo humano: diálogo, razón, alma, saber, amistad, amor, trascendencia?
No lo sé, francamente. Este cuestionario se va convirtiendo en un despliegue por mi parte de dudas e ignorancias… Pero, en fin, me excusaré diciendo que la sabiduría humanística, que nunca es dogmática, tiene a veces mucho más claros los errores que los aciertos. Y en función de esta premisa podría hoy orientarse el discurso humanista señalando los caminos errados que desdoran al hombre y manteniendo, con valentía, la coherencia discursiva y la libertad de juicio.
Por otro lado, creo que el cariz de las luchas y estrategias intelectuales tiene bastante de histórico y de relativo. Son los tiempos los que deben dictar, en un sentido u otro, la intensidad de la reacción a los desvíos más graves y a los unilateralismos más ciegos de cada época. Creo que en la nuestra, tan materialista, habría que recordar el concepto de lo sagrado y la importancia de lo espiritual como agentes que refuerzan el sentido de la vida y el desarrollo completo y saludable del ser humano. Y manteniendo, desde luego, la perspectiva antropológica de la tradición humanista, que siempre ha entendido la condición humana en su doble plano (cuerpo y alma en Platón, carne y espíritu en San Pablo) y con su correspondiente realidad constitutiva de miseria y dignidad, que ha de ser gestionada de la mejor manera bajo la responsabilidad intransferible del libre albedrío.
Y todo esto habría de ser transmitido con procedimientos racionales, no sentimentales, porque ese es, creo, otro de los errores mayúsculos de nuestra época: privilegiar el juicio sentimental sobre el racional, arguyendo que la razón es fría y distante y el sentimiento cálido y empático. En realidad sucede todo lo contrario: la razón, universal para todos, es lo que nos une; en cambio el sentimiento, que nos vincula a unos pocos, nos separa del resto. Habría que recordar que este principio de racionalidad ha sido siempre un criterio esencial en la tradición del humanismo. Como lo son los principios derivados de discriminación intelectual y de jerarquía ética y estética.
Hay que reconocer que no es fácil “seducir” –que es el verbo usado en tu pregunta- sin utilizar recursos sentimentales. Sin embargo, en mi opinión, no se trataría tanto de seducir como de plantar con amor la semilla y confiar en que dé sus frutos. Sócrates emplea esa metáfora en el Fedro platónico cuando compara con el agricultor al creador de discursos sobre “cosas justas, bellas y buenas”, el cual deberá depositar su semilla en almas adecuadas para que crezca y genere otras nuevas en un proceso infinito. Y, como es bien sabido, la primera parábola de Jesús en los evangelios sinópticos es la del sembrador que arroja la simiente (el mensaje) sobre distintos terrenos para que en alguno cuaje y fructifique. No en vano Pico della Mirandola retoma la metáfora de la semilla en ese texto nuclear del humanismo renacentista que es el Discurso de la dignidad del hombre.
La misión es, por tanto, la amorosa siembra. Y la consigna aplicarse a la acción pertinente sin pensar en los resultados, como en Bagavad Gita aconsejaba Krishna al guerrero Arjuna la víspera del combate.
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