La imagen que suele brindarse de Francesco Petrarca es la de un "hombre adelantado a su tiempo" y heraldo de una nueva época, emancipada de ataduras religiosas y comprometida con el mundo y sus pasiones, de lo cual quedaría constancia en el Cancionero, su obra más conocida. Nada más lejos de la realidad. Basta con leer sus Remedios (reeditados en fecha reciente), Mi secreto (disponible en nuestra lengua desde hace un tiempo) o La vida solitaria (que tuve la fortuna de editar en 2020, en primorosa versión de Jesús Cotta) para constatar que Petrarca se percibe a sí mismo como un cristiano de los pies a la cabeza, sin vacilación alguna. De hecho, el autor deja poco margen para la ambigüedad a este respecto; haciendo gala de un suave escepticismo de estirpe ciceroniana, afirma en la carta 6 del libro I de las Seniles que le resulta imposible "afirmar ni dudar nada sobre ningún ningún punto particular, salvo sobre aquellos que creo sacrílego albergar dudas" (libro I, carta 6, 6, pág. 2400). Es decir, que a pesar de reconocerse como un hombre anegado en la incertidumbre y atenazado por emociones encontradas y con frecuencia contradictorias -lo cual queda de manifiesto especialmente en el Secretum-, si en algún ámbito puede descansar es, precisamente, en el de su fe cristiana. La religión constituye la raíz misma de la existencia humana, de manera que, en palabras de Petrarca, "nada se hace de forma debida y con buenos auspicios si no toma su arranque de la religión" (libro IV, carta 3, 10, pág. 2620). Los testimonios abundan en estas Seniles -bien es verdad que, en ocasiones, pronunciados de manera un tanto mecánica-, pero es en la epístola 7 donde el autor abre el tarro de las esencias para entonar un cálido encomio de su religiosidad. En el contexto de una ácida crítica a la astrología, leemos:
[19] Pero nosotros, encerrados bajo el techo de un corazón piadoso, no adoramos a la milicia del cielo sino al propio Rey todopoderoso del cielo, esto es, rendimos culto a Dios Padre, a su Hijo unigénito Jesucristo crucificado y al Espíritu Santo, el Paráclito que procede del Padre y el Hijo, a un Dios único y triple. En Él confiarnos, en Él creemos, nos comprometemos con Él y con ningún otro.' [20] ¿Por qué nos enredáis con una superstición extraña? Obedecemos a Aquel que nos creó y después de crearnos nos gobierna, y a su vez ha creado y gobierna el cielo y las estrellas, y a la hora de crearnos y gobernarnos necesita tan poco la ayuda de las estrellas como a la hora de crear o gobernar las estrellas necesita nuestra ayuda. Si en nosotros hubiera lugar para el poder de otro, le rendiríamos igualmente el culto debido; ahora sabernos que no debemos nada a otro. [21] Si algo de bueno hay en nosotros, de Él proviene; todo lo malo, en cambio, de nadie proviene sino de nosotros mismos; de no ser así no podría ser objeto de castigo toda vez que provendría de otro. Así pues, procurad no confundir a Dios con sus criaturas. Pero si a la postre escogéis el error, dejadles el camino de la verdad y de la vida a quienes anhelan llegar a Aquel que es "camino, verdad y vida" (libro I, carta 7, 21, pág. 2412).
No se trata de una declaración protocolaria, de trámite, incluida como una frase hecha para cumplir con lo que exige la buena educación, sino un encendido canto de amor a Dios, un reconocimiento de nuestro papel subalterno en cuanto criaturas respecto a nuestro Creador y una prueba de esperanza inequívoca. Esta epístola, en concreto, se prodiga en manifestaciones del mismo tenor, en absoluto alejadas de lo que cualquier prejuicioso tildaría de "espiritualidad medieval". ¡Pobres botarates! La fe cristiana no es más medieval que renacentistas, ni más antigua que moderna: es atemporal, porque vino a refutar la primacía de Cronos, el destructor, para ponderar la hegemonía de lo eterno. Y Petrarca, como sabio humanista, no podía dejar de ubicarse bajo la égida de un credo que, para él como aún para muchos de nosotros, supuso un antes y un después en la historia de la humanidad, por cuanto nos sacó del ostracismo en el que permanecíamos desde el día de la Caída para ponernos en camino, de nuevo, hacia la casa del Padre.
Que Petrarca vivía una religiosidad de manera plenamente interiorizada, y no meramente convencional o protocolaria, lo pone de manifiesto la epístola 9 del libro III de las Seniles, donde afirma que, frente a una existencia terrenal donde "los males no tienen final" (5), "no hay más esperanza que la misericordia divina" (ibíd.): es en "la patria del cielo" (2) donde cesarán nuestros dolores, ocasionados por nuestra naturaleza inestable, de manera que será tras la muerte cuando podamos gozar de la auténtica plenitud, inviable en esta vida.
¡Oh, morada celestial, alegre y siempre la misma, donde nada es pasado ni futuro sino que todo es presente, donde nada se echa de menos ni se espera, síno que se goza de un bien real y presente, donde lo que una vez agradó siempre agrada y siempre agradará, inmutable y eterno, pues alivia el deseo del gozador de modo que no lo atenúa, lo cumple de modo que no lo acaba y lo refresca de modo que lo enardece; ese bien ninguna saciedad lo hurta o puede hurtarlo, no hay miedo de que mengüe, de que cambie, de que traiga preocupación o molestia alguna! Dichoso el caminante que al final llega allá guiado por el Misericordioso. Nosotros estamos aquí todavía, donde todas las cosas son variables, desgraciados, sin duda, si no fuera porque la esperanza y la paciencia dan consuelo a nuestras almas. (libro III, carta 9, pág. 2573)
Con estas palabras, Petrarca se manifiesta como un hombre perfectamente clásico (no "medieval") y en absoluto "moderno": mientras que para este último el cambio es salutífero e incluso hay que buscarlo como un bien por sí mismo -de ahí la moda como imperativo categórico: "hay que ser absolutamente moderno" y cambiar permanentemente, como Proteo-, para el clásico la impermanencia es un signo de debilidad, una fuente de dolor, incluso cuando lo constata como una ley de la naturaleza (al modo de Heráclito). Sin embargo, a partir de Parménides y Platón, la mudanza es sinónimo de imperfección y, aunque con Aristóteles se dota de una dimensión positiva por cuando permite a los seres pasar de la mera potencia al acto pleno, siempre se ansía trascenderlo para alcanzar el reposo final en una plenitud absoluta. Petrarca, que en todas sus obras -y, con especial franqueza, en el Secreto- expone abiertamente la tensión entre la inestabilidad que le asedia y el apetito de superarla, no puede por menos que encontrar en los clásicos (paganos y cristianos, en ello no discrepan) una esperanza para superar el estado de postración que suponen las variaciones consustanciales a la vida para acceder, al fin, a la paz. Es justamente la suprema estabilidad el atributo divino por antonomasia:
«Yo soy el Señor y no cambio», dice Él. Y también: «Yo soy el que soy». No sería de verdad y por completo si en Él cupiera alguna mudanza; lo que fue, «eso mismo» es, y no por acaso le aplicó esa palabra el Salmista. Lo que además fue y lo que es, eso mismo será siempre; más aún, ni el fue ni el será le convienen propiamente, sino tan sólo el es; de semejante modo también sabe lo que supo y quiere lo que quiso y puede lo que pudo. (libro IV, carta 3, pág. 2618)
De tal manera que el alma tiende hacia Dios de manera natural, como el agua del manantial al estuario marino; sólo en Él podrá hallar la estabilidad que no puede encontrarse en el mundo, reino de las apariencias y las mutaciones incesantes.
Ahora bien, si alguien aún cobija alguna duda acerca de la perspectiva pretarquiana respecto a la existencia terrenal, y su carácter infinitamente inferior a la celestial que nos espera tras la muerte, me permito reproducir, en su integridad, la carta 11 del libro XI, dirigida a Lombardo della Seta y fechada el 29 de noviembre de 1369. Con ello, creo que queda zanjada cualquier discusión acerca del tema, así como del mayor o menor compromiso del autor con el cristianismo, en sus formulaciones más puras (ni medievales, ni ortodoxas, ni supuestamente carpetovetónicas).
[1] Quieres saber qué opinión me merece esta vida que llevamos, y no sin motivo, pues son muchas y variadas las opiniones de los hombres al respecto: oye la mía en unas pocas palabras. Esta vida digamos que me parece un arduo camino de fatigas, una palestra de peligros, un teatro de engaños, un laberinto de errores, una broma de bufones, un desierto espantoso, una charca fangosa, una comarca árida, un valle espinoso, una montaña abrupta, una cueva tenebrosa, un cubil de fieras, un suelo improductivo, un campo pedregoso, un bosque de zarzales, un prado de verde hierba lleno de serpientes, un jardín florido pero estéril, manantial de cuidados, arroyo de lágrimas, mar de miserias; [2] trabajoso descanso, esfuerzo inútil, empeño vano, grata locura, peso siniestro, dulce veneno, miedo cobarde, descuido irreflexivo, vana esperanza, fábula inventada, falsa alegría, verdadero dolor, risa sin tino, llanto inútil, suspiro huero, orden con fuso, tumultuosa mezcolanza, turbulento temblor, angustia continua, diligente pereza, pobre abundancia, rica carencia, impotente poderío, fuerzas tiernas, enfermiza salud, dolencia incurable, enfermedad doblada, hermosa fealdad, honra sin gloria, títulos deshonrosos, ridícula ambición, orgullosa bajeza, excelencia vulgar, humilde grandeza, oscura claridad, oculta fama, bolsa agujereada, vaso agrietado, bodega inagotable, ansias infinitas, perjudicial deseo, hidrópico esplendor, sed insaciable, árido hastío, hambrientas náuseas, vana prosperidad, adversidad siempre quejosa, verdor transitorio, flor caduca, gracia perecedera, belleza fugaz, triste alegría, amarga dulzura, placer punzante, necia sabiduría, ciega previsión, tétrica morada, breve albergue, fea cárcel, [3] navío a la deriva, anciano sin bastón, ciego sin lazarillo, camino resbaloso, trampa tapada, precipicio invisible, lima callada, liga pegajosa, lazos ocultos, redes escondidas, cebo de anzuelo, ásperos abrojos, pegajosos lampazos, agudos espinos, duros escollos, vientos furiosos, olas impetuosas, negras tormentas, horrísonas tempestades, mar proceloso, riberas borrascosas, puerto inseguro, nave desarbolada, descomunal naufragio, [4] fragua de crímenes, sentina de pasiones, chimenea de enojos, pozo de odios, cadena de rutinas, canto de sirenas, copa de venenos, ataduras mundanales, garfios de los negocios, remordimientos de conciencia, aguijonazos de arrepentimiento, llamas del pecado, [5] edificio destartalado, frágil cimiento, muros rajados, techos hundidos, ancha estrechura, estrecha anchura, sendas intrincadas, vuelta sobre los propios pasos, rodeos y merodeos, parada inestable, rueda tornadiza, carrera detenida, rugosa lisura, áspera suavidad, blanda fiereza, engañosos halagos, falsa amistad, discorde acuerdo, tregua sin garantías, guerra implacable, paz incierta; [6] virtud fingida, maliciosa disculpa, estafa aplaudida, deshonra gloriosa, sencillez ridiculizada y lealtad burlada, graves frivolidades, ingeniosa locura, torpeza parlanchina, encubierta ignorancia, engreída fama de saber sin saber nada, suspiros de quejas, clamor de pleitos, gritos vulgares, un viaje para olvidar, odio a la patria y amor al destierro, [7] república de vampiros y fantasmas, reino de demonios, imperio de Lucifer (así llama la verdad al príncipe de este mundo), en fin, una existencia aparente y sin alma, una muerte que aún respira, el perezoso descuido de sí mismo y el cuidado diligente por utilidades, afán de aparentar, codicia de lo superfluo, trabajosa preparación de un banquete de gusanos, infierno de los vivos y lujoso entierro de sus cuerpos, funeral interminable, pomposa vanidad, laboriosa milicia, peligrosa prueba, soberbia miseria, prosperidad lamentable. [8] Aquí tienes, querido amigo, como veo yo esa vida que a tantos les parece muy deseable y grata. Y todavía, pese a todo, no he expresado la idea completa que guardo en mi mente: es peor y mucho más desdichada de lo que puedo decir yo o cualquier otro hombre. Pero como eres inteligente, por esas pocas cosas que acabo de decir, podrás penetrar en los sentimientos de quien te habla. Hay en medio de tantos males una sola cosa buena, que es que, sino se aleja uno de la senda recta, es ella el camino hacia la vida bienaventurada y eterna. (La cursiva es mía)
También yo, sea cual sea el estado de mi cuerpo y las demás circunstancias, aguardaré con determinación la suerte que me toque. Ya veré lo que aquí o en otro lugar dispone sobre mí mi Rey y con su ayuda procuraré mentalizarme de manera que, ocurra lo que ocurra, lo encajaré con alegría si es posible, si no, con sapiencia y bravura. (ibíd., pág. 2903).
E se questo fine irrenunciabile si realizza pienamente solo nell'adesione incondizionata al messaggio cristiano, è pur vero che nella vera sapienza la cultura classica è compresente con la fede. Lungi dall'esservi contrasto o frattura, neppure si può parlare di oscillazioni o di affermazioni contrastanti nell'interpretazione concordistica ed unitaria di classicità e cristianesimo: quello della continuità nella dimensione etico-escatologica tra la filosofia antica (limitatamente alla vera filosofia dei moralisti e dei poeti) e la verità rivelata è un convencimento che accompagna tutta l'esperienza e la meditazione spirituale del poeta (pp. 73-74).
Il Petrarca promuove una pia philosophia (come più tarde il Ficino) nella quale si avverte la piena continuità tra studia humanitatis e studia divinitatis, convalidata dalla malleveria e dall'esempio di S. Agostino e di Lattanzio (pag. 74).