Reseña de Parpadeos, de Andrés Rábago


Parpadeos es un libro que puede llamar a engaño, especialmente por el prólogo que, brillantemente, ha escrito para él Basilio Baltasar a modo de presentación. Y es que, a despecho de su apariencia (frases breves y, con frecuencia, contundentes como suelen serlo los aforismos en su versión más reconocible), en realidad nos encontramos ante un cuaderno de apuntes en toda regla, en la estirpe de la que han escrito, en algún momento, muchos artistas, y no sólo plásticos. De hecho, es en dicho espacio donde el género más breve, en su acepción moderna, fue creciendo hasta emanciparse y convertirse en lo que ahora es. Cierto es que la expresión pulida y depurada de las 705 notas que componen el volumen -primorosamente editado por Taurus- le confiere al conjunto una impresión que en un primer momento nos puede despistar; pero basta con adentrarse en su lectura para constatar que se trata de algo sustancialmente distinto. Veamos qué.

Ante todo, nos encontramos ante un auténtico "espejo a lo largo del camino" en el cual Andrés Rábago (ortónimo del genial El Roto) consigna sus reflexiones, ocurrencias, juicios sumarísimos, invectivas, valoraciones y opiniones personales que se le antojan al hilo de los días. Ocupan el grueso del volumen aquellas notas que dedica a su propia disciplina, la pintura, donde alcanza un nivel de hondura y penetración muy estimable. Escribe: "Pintar para que el que vea perciba y el que perciba conozca" (169) porque "el placer estético es un placer menor frente al placer del entendimiento" (275); "Por la ventana del cuadro penetra la luz de lo que está mucho más allá de él" (91); "La tela en blanco tiene algo de embrión congelado" (247); "El dibujo es un árbol deshojado del que intuyes su belleza en primavera" (354); "El artista establece las causas, las consecuencias pertenecen al espectador" (400); "Cuando el hiperrealismo pinta una serpiente, en general sólo acierta a pintar su camisa" (569)... Intercalados, comparecen sus dictámenes acerca de otros pintores, especialmente desfavorables en lo que atañe a sus contemporáneos, mientras que sobreabundan las críticas respecto al mercado del arte, al público que lo consume y a la sociedad en la que nos encontramos.

Frente a la banalidad que nos circunda, la pintura se erige en un espacio ungido por una sacralidad específica: "El estudio no es para mí un centro de trabajo, sino de oración" (301); "Parpadeo: durante un instante, me pareció ver una luz sagrada. ¿Dónde estuve?" (387); "Todo cuadro, de ser cierto, es una revelación, una manifestación de una inteligencia sin nombre ni rostro, sólo bruma y calor" (365)... Esta comprensión del arte como último reducto de lo sagrado es de estirpe romántica, claro está, pero ello no le resta ni un ápice de su actualidad, al revés, muestra que en el ámbito en el que se mueve Rábago rige la "atemporalidad" (concepto que dice preferir al de eternidad, por estimar este último limitante) y que lo excelso trasciende las épocas. En estas consideraciones estimo que van a sentirse especialmente interesados los aforistas españoles actuales que también cultivan la pintura -y a quienes recomiendo la lectura de este libro-, caso de José Mateos, Florencio Luque, Juan Manuel Uría, José María Benítez Ariza o Javier Recas. Lo que sí llama la atención es la ausencia a cualquier alusión a otro pintor español, también escritor, con el cual comparte Rábago la visión del arte; me refiero, claro está, a Ramón Gaya; baste un ejemplo de este último: "El arte verdadero está unido a lo sagrado, como la vida misma". Tampoco es ocioso recordar aquí el magistral libro de aforismos que Antonio Cabrera consagró a la pintura, Gracias, distancia, los Apuntes sobre pintura de Juan Manuel Uría o las 5.000 veces pintura de Rosendo Cid

Posee Parpadeos un componente marcadamente confesional que, a tenor de la provecta edad de su autor, personalmente me desconcierta y ruboriza; así, afirma sin rebozo: "He tenido que llegar a viejo para saber un poco, pero ya no me queda tiempo para que ese poco que sé me sirva para algo" (483)... "Cuando no estoy en el estudio, soy un rey en el exilio" (559)... "Sé que avanzo, pero no sé por dónde ni hacia dónde, y no siempre en lo que hago encuentro una pista" (645)... "Conociendo mi habitual torpeza, me asombra que a veces aparezca algo que me parece bueno. ¿Quién lo hará?" (657); "Me preocupa no saberme ganar la otra vida" (491);  "Si fuese capaz de superar todas mis torpezas en lo que hago, quizá lo que hiciese ya no sería tan mío" (594)... Aunque sé que, como afirma Ramón Eder, "Está bien introducir el ‘yo’ en los aforismos para saber que nos habla alguien, no la frígida sabiduría", no me siento cómodo ante la exposición descarnada de las zozobras interiores del prójimo; como lector, soy bastante apolíneo y, a contracorriente de los gustos imperantes -propiciados por la amplia estirpe de pavesianos, pessoanos y cioranianos en ejercicio-, percibo con mayor acuidad la intimidad de los demás cuando esta se vela que cuando se desnuda. Ocurre, sin embargo, que Rábago -como buen romántico- estima que "Todo está en la realidad y toda la realidad está en uno mismo" (84) y que "Mis fuentes pueden estar fuera de mí, pero el manantial siempre está en mí" (665); por ello, no sorprende su perplejidad y repulsión ante los elogios que se le deparan (que vive como una forma de expolio), o la recurrente preocupación -un tanto adolescente, para mi gusto- por el juicio que puedan merecer sus obras, incluso cuando se disfraza de una estentórea indiferencia.

Salpimientan el libro, aquí y allá, aforismos de hechura convencional que, para un lector avezado, no resultarán especialmente llamativos, sin dejar de mostrar una factura impecable: "La luz, vista desde fuera, deslumbra; vista desde dentro, ilumina" (33); "Una buena idea: aquella que mantiene su misterio al exponerla" (84); "A los humanos no nos es dado crear, como mucho podemos aspirar a combinar lo ya creado" (133); "La seguridad no es fiable, sólo la duda lo es" (176); "El ojo tiene un hermano gemelo que lo observa mientras ve" (304); "La brevedad, cuando es exacta, lo dice todo" (538); "No repetir una equivocación, ¡hay tantas nuevas esperándote!" (614); "Un arquetipo es una multitud concentrada en una sola figura" (626), "Dar por terminada una obra significa casi siempre admitir una derrota" (696)... En cualquier caso, proporcionalmente están en franca minoría, sobrepasados en número por los apuntes diarísticos y las reflexiones en primera persona.

En resumen, Parpadeos es un libro atractivo pero de recorrido limitado por la propia naturaleza de su planteamiento, algo así como un compendio de las "virutas de taller" (tomando en préstamo la expresión del diario de Miguel d'Ors) de un artista sin duda talentoso, además de escritor más que correcto. Su extensión se antoja algo dilatada para el contenido que ofrece, incurriendo en frecuentes redundancias que pueden llegar incluso a hastiar. El saldo final, pues, no pasa de discreto... algo que, si atendemos a lo que afirma Rábago con cierta insistencia a lo largo de las páginas, no desagradará en absoluto al autor.