Paideia: lo humano en busca de su forma

 



Lo humano: una materia y un espíritu, en busca de una forma. Si la encuentran, prospera; en caso contrario, se echa a perder.

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La paideia griega se proponía llevar lo humano de la potencia al acto, de la semilla al fruto, de la promesa a la realización: "llegar a ser lo que se es", tras cumplir un ciclo iniciático. De ahí que la Odisea, bien leída, describa la epopeya que ha de cumplir toda persona para merecer el nombre de tal. Al menos, provisionalmente...

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La humanitas romana da un paso más y asume que la tarea propiamente humana consiste en "mantenerse" en la honestas practicando la virtus: en conservar la verticalidad en un entorno movedizo y amenazante sin perder la propia dignitas. ¡Un agotador e interminable ejercicio de control y de autoexamen!

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"Hay que aprender la manera de vivir durante toda la vida" (Séneca, Epístolas a Lucilio, IX, 76). ¡Hay que aprender a vivir viviendo... y vivir aprendiendo!

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Quien declina el esfuerzo por formarse sin cesar (y reformarse, cuando sea preciso) se expone al riesgo de deformarse sin remedio.

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El clásico es un mundo cerrado donde cada cosa ocupa un lugar porque hay un lugar para cada cosa. El moderno, uno abierto donde hay tanto espacio que todo corre en todas direcciones sin saber qué buscar, ni si podrá encontrarlo.

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Si es preciso formarse es para averiguar cuál es el propio destino, y una vez conocido, conformarse, reposar en él: adecuarse a la propia misión y desempeñarla del modo adecuado. Tal es la visión que tiene el hombre clásico de sí mismo (y, heredada de él, el cristiano).

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El hombre moderno, en cambio, niega el destino, la propia misión y el desempeño adecuado. Su único horizonte es la libertad, que él entiende a su manera: como indeterminación esencial y autodeterminación permanente. Decide lo que es y qué debe hacer sobre la marcha, sin atender a ninguna instancia externa, avanzando a tientas y sin brújula, como un ciego en la noche. ¿Cómo no va a desembocar en el absurdo? Lo aberrante sería que lo hiciese en la plenitud.

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La figura del maestro clásico remite a la interlocución directa, al diálogo cara-a-cara; la del moderno profesor, al teatro italiano, a la dupla actor-espectador. No es extraño que en la escuela el estudiante perciba al docente como un comediante, y aprecie su actuación en virtud menos del saber que le transmite que del espectáculo que le ofrece.

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La educación superior asume, en el mundo clásico, una dimensión iniciática: el maestro induce en el discípulo una transformación integral; de ahí que los saberes sean arcanos y su transmisión, personalísima, sometida a rituales esotéricos. En el mundo moderno, la formación carece de trascendencia existencial: por eso se puede institucionalizar según protocolos exotéricos y poner al alcance de cualquiera, pues nadie espera que le provoque cambio sustancial alguno. 

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Si la Modernidad extiende la institucionalización de la educación prácticamente desde la más tierna infancia hasta el final de la juventud no es para democratizar el conocimiento: es para asegurarse de que este circula según sus propios e inocuos estándares.

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La Modernidad empieza con la imprenta. Al desgajar la transmisión del saber de una presencia frontal entre dos humanos, el instruido pierde de vista a su instructor y empieza a dejarse guiar por fantasmas. 

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Desde el momento en que está dispuesto a aprender sin cesar, a formarse y reformarse cuando haga falta, el autodidacta es el más aplicado de los alumnos. También el más precario...

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Quien estudia en el aula, se tiene que creer lo que le cuenta una sola voz; el que lo hace fuera de ella y por su cuenta, ha de administrar su confianza con todo un orfeón: de ahí que deba conducirse con extremo celo, y aun con recelo.

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¿De quién aprende realmente quien se niega a atenerse a lo que le enseñan en el aula, desborda los muros de la institución educativa y presta atención a cualquiera que le muestre cualquier cosa? De todos... y de nadie (y menos aún, de sí mismo).

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El pedante es una criatura propia de una cultura para la cual el saber hay que ostentarlo en forma de palabras, pues no ha sido acogido, asimilado y traducido en el orden de los actos.

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Aprender sin aprehender, sin empaparse de lo aprendido, es otra forma de analfabetismo.

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El saber, o te cunde, o te hunde.