Reseña de Nada es más asombroso que el hombre, de Volker Spierling

Que en los últimos tiempos está en marcha una auténtica cruzada revisionista parece fuera de toda duda. Tras un largo período (aunque no tanto como podríamos creer: en el siglo XVIII los neoclásicos aborrecían a Homero y a Shakespeare) durante el cual se consensuó un repertorio de autores sobre los que valía la pena reflexionar, dado el calado intelectual de sus aportaciones a la cultura, ya no digamos occidental, sino universal, padecemos actualmente un ataque frontal, abierto e incluso furibundo contra dicho canon fundamental, en el cual convivían sin esfuerzo los poemas épicos y las églogas virgilianas, las filosofías helénicas y los Padres de la Iglesia, los estoicos y los epicúreos junto con los cínicos y los escépticos, la austeridad del clasicismo y la exuberancia barroca: convocados al gran banquete de la sabiduría humana, cada estilo tenía su encanto, cada época su oportunidad, cada autor su derecho a exponer en público su argumento, y los lectores a tomarlo en todo o en parte, o a rechazarlo sin acritud ni ánimo beligerante. Hay quien puede aducir que dicho ecumenismo cultural neutralizaba el alcance real del mismo, ya que se reducía el gran legado occidental a un uso decorativo o circunstancial, carente de auténtico impacto en el devenir real de la sociedad; yo prefiero interpretarlo como la asunción, a escala planetaria, de la utilidad de ciertos hitos para la humanidad en su conjunto, en virtud de su capacidad de trascender los hórridos particularismos (de raza, de clase, de credo, de ideología) que tanto daño hicieron en un pasado no tan lejano.

Sea como fuere, todo esto se ha puesto en la picota por parte de las distintas corrientes demolicionistas que actualmente asuelan nuestra comunidad intelectual, algunas de las cuales tienen ilustres antecedentes: ¿o acaso no abjuró Petrarca de una Edad Media de la cual, en verdad, no conocía tanto como creía, y a la cual debía más de lo que estaba dispuesto a admitir? ¿No trató Descartes de hacer tabula rasa de la tradición que le había precedido? ¿Nietzsche no estimaba erróneos los dos mil años de cultura cristiana, y necesaria su cancelación para avizorar un horizonte liberado de rémoras y lastres? ¿Heidegger no tentó otro tanto, al tachar la historia de la filosofía de metafísica en su integridad, inútil en cuanto tal por alejada de las cuestiones esenciales para el pensamiento humano? ¿No trata el deconstruccionismo de poner en la picota todo aquello que teníamos por venerable? Ello por no hablar de las vanguardias artísticas, que en todas las disciplinas (plásticas, literarias, musicales) se propusieron abatir las grandes categorías de la tradición para instalar en su lugar una miríada de extravagancias efímeras, cuya relevancia existencial a duras penas somos capaces de descifrar una vez decaído su impacto novedoso. El denominador común de todas estas avanzadillas críticas era el de apostar por la negación, la supresión, el borrado o, en el mejor de los casos, la puesta en cuarentena del valor de la Gran Tradición occidental, proyecto que en algunos casos (las revoluciones culturales de Mao y de Pol Pot) se tradujo en el barrido sistemático de todos sus vestigios, tenidos por espúreos y alienantes… para poner en su lugar la verdad absoluta del Partido Único, claro.

Todos estos precedentes parecen encontrar continuidad en nuestros días, de la mano de distintos ismos (neomarxismo, feminismo, indigenismo, animalismo) coaligados para lanzar el enésimo ataque al imponente edificio del canon occidental. Atrás quedan los tiempos en que Europa asumía su propio liderazgo en la forja de una identidad humana común, fruto del acopio de tradiciones de distinta estirpe, aunque siempre subsumidas y aunadas por un espíritu común de síntesis afortunada: ahora, la apuesta parece pasar por decapar nuestra historia, haciendo emerger todas y cada una de las voces supuestamente enmudecidas por el rodillo de un poder arbitrario. Asistimos así al rescate cotidiano de auténticas mediocridades, cuyo interés parece residir exclusivamente en que nadie las recuerde. Se trata de una especie de contrahistoria de los olvidados, de los caídos, de las víctimas del omnívoro Poder heteropatriarcal, blanco y judeocristiano, al que habría que oponer ahora una neohistoria (con su, claro, neolengua) protagonizada por sujetos al fin impolutos, por cuanto sojuzgados y oprimidos (¿alienados?): las mujeres, los homosexuales, los herejes, los buenos salvajes… Resulta llamativo que estas andanadas procedan de ciertas universidades estadounidenses, auténticos cenáculos de ultraizquierda anticapitalista, donde desde hace décadas se habría hecho fuerte una neoescolástica pseudointelectual compuesta por todo tipo de sofismas cuyo único punto en común es el de renegar de lo que fuimos, hicimos y pensamos los peores seres de la tierra: los occidentales.

En este contexto adverso, la publicación de Nada es más asombroso que el hombre, de Volker Spierling, puede parecer una auténtica provocación. A contrapelo del espíritu del tiempo, que sopla contra los grandes nombres del pasado, el autor pasa revista a una pléyade de referencias cuyo conocimiento hasta hace poco resultaba insoslayable para una persona medianamente culta (desde Sócrates, Platón y Aristóteles hasta Hegel, Nietzsche y Adorno), pero que en la actualidad parecen confinados a las catacumbas de cierta academia, y no precisamente la más pujante. El hilo común de esta indagación es la convicción del autor de que “los avatares de las posiciones éticas permiten comprender el auge de la metafísica europea y su ocaso”, dado que “la idea del bien entendido como el valor supremo es un principio rector de la metafísica clásica y el patrón último de la ética tradicional”. Esta idea, que tiene bastante de cierta, se complementa con la de que “en la Modernidad, el referente de la metafísica perdió su importancia en el mundo real a causa del empirismo”. Todo ello llevaría a Spierling a constatar la decadencia de los valores morales en un contexto desprovisto de referentes firmes a los cuales remitirse en cuanto instancia última de validación, abocando a nuestra época a un relativismo materialista despojado de cualquier atisbo de trascendencia (aunque esto último lo deduzco yo, porque el autor es parco en juicios y tomas de partido: “he omitido mis valoraciones”, llega a afirmar).

La exposición de Spierling es extraordinariamente didáctica: de cada autor facilita una glosa de su biografía, de sus libros y de sus doctrinas, enfatizando aquellas aportaciones más relevantes a la temática en cuestión; sin embargo, no pasan de ser los suyos unos análisis muy elementales, casi escolares, cuyo destino natural en otra época habría sido una enciclopedia prestigiosa. Todo lo que se afirma, sin dejar de ser veraz, se ajusta a los anodinos cauces de un seminario del aula de la experiencia. No estamos, pues, ante un ensayo, sino ante una somera historia de la filosofía (pues con frecuencia el autor sobrepasa el ámbito de la mera ética, adentrándose en cuestiones gnoseológicas y especulativas), o mejor, de ciertos pasajes muy concretos. Y es que, si de recapitular la reflexión sobre los valores se trataba, se añoran autores clásicos como Epicuro, Cicerón o Santo Tomás, mientras que brillan por su ausencia aportaciones más recientes, y sumamente sugestivas, como la de los pragmatistas o la de los neokantianos. Tampoco se entiende el extraordinario salto temporal que se describe al pasar de San Agustín a Hume, obviando a los humanistas del Renacimiento o la fundamental Ética de Spinoza. ¿Dónde está Rousseau? O Heidegger… Si el autor se proponía presentar una panorámica, faltan demasiados autores; si una indagación interpretativa, lo que se echa de menos son acuidad y audacia a partes iguales.

En definitiva, nos encontramos ante un libro de otra época (para lo bueno y para lo malo) cuya utilidad reside precisamente en devolver a la palestra referentes de los que nunca deberíamos privarnos, pues delinearon el espacio de reflexión propio, ya no de los varones blancos del Occidente capitalista, sino del ser humano en cuanto tal. En este sentido, y solo en este, se trata de una obra plenamente humanista, por cuanto sigue apostando por la humanidad como único sujeto colectivo por el que merece la plena vivir.


[Publicado en Culturamas]