"Ya no hay ni hombre ni mujer"



Desde que San Pablo nos alertara de que, desde la llegada de Cristo, ya no había "judío ni griego, esclavo ni libre, hombre ni mujer" (Gálatas 3:28), ha llovido mucho... aunque no tanto, si atendemos a los falaces argumentos de quienes quieren imputar al cristianismo una supuesta culpa original en la erección del "patriarcado" como responsable de todos los males. Cualquiera que haya leído un libro de historia saber que dicha institución, tal y como perduró en Occidente a lo largo de los siglos, era de origen romano, mientras que si algo caracteriza al cristianismo es su defensa de la dignidad del ser humano más allá de su sexo, raza o cualquier otra particularidad que se superponga a su radical condición de hijo de Dios. No se trata de una afirmación genérica, sino que se apoya en textos muy importantes en la tradición cristiana. Por ejemplo, en la importante obra de Clemente de Alejandría, El pedagogo, se puede leer el siguiente pasaje

IV. El Logos es igualmente pedagogo de los varones y de las mujeres.

10.1. Abracemos, por tanto, con más fuerza esta bella obediencia y entreguémonos al Señor; sujetémonos al sólido cable de la fe en Él, persuadidos de que la virtud es la misma para el varón y para la mujer. 2. Porque si uno mismo es el Dios de ambas criaturas, uno es también el Pedagogo de ambos. Sólo hay una Iglesia, una misma modestia, un mismo pudor; es común el alimento y hay un sólo vínculo matrimonial; la respiración, la vista, el oído, el conocimiento, la esperanza, la obediencia y el amor: todo es igual. Los que tienen en común la vida, tienen también en común la gracia, la salvación y, en común también, la virtud y la educación.

¡Qué salutíferas resultan estas palabras en una sociedad como la occidental del siglo XXI, en la que desde ciertas instancias se están azuzando los antagonismos entre todo tipo de (falsas) dualidades: hombres y mujeres, ricos y pobres, autóctonos y foráneos, blancos y negros... En este contexto, el humanismo se presenta como el único paradigma cultural auténticamente inclusivo, pues lejos de subsumir a las personas en un "todo" artificial, fruto de concepciones ideológicas forzadas, las reconoce y enaltece en lo que tienen de común entre ellas, esto es: el ser únicas, insustituibles, y al mismo tiempo hijas de Dios y, en cuanto tales, auténticamente fraternales.