Para quienes, como quien esto firma, encontramos en el humanismo del Renacimiento -con sus ardientes propuestas, sus aguerridos entusiasmos y, sí, también sus desconcertantes diatribas- una fuente de perpetuo regocijo intelectual, su proverbial animadversión respecto a la Edad Media siempre nos suscita sentimientos encontrados: si en un primer momento nos mostramos dispuestos a conceder todo el crédito a Francesco Petrarca (principal artífice del mito del Medievo como edad oscura, según nos recuerda Eduardo Baura en Un tiempo entre luces), por otro nos incomoda tener que asumir que otros hombres, hermanos nuestros, pudieran mostrarse tan errados durante tanto tiempo. ¿Acaso la humanidad vivió a lo largo de mil años una especie de travesía del desierto, en la cual nada de valor pudo ver la luz? No, claro que no: de hecho, lo que se lamentaba era la postración tras una presunta plenitud que habría cesado con la caída del Imperio Romano, abriendo las puertas a la barbarie consecuente al olvido de los clásicos y del buen latín.
Sin embargo, es en el siglo XV, con su frontal cancelación de la cultura medieval -con todo, no tan drástica como seguimos creyendo- cuando se plantan las bases de una percepción de dicha época como un larguísimo éxodo, siendo precisamente el propio Renacimiento (una denominación en absoluto inocente) una era en la cual al fin se habría producido la restauración de la continuidad interrumpida, mediante el rescate de los textos devueltos a su integridad original y la recuperación de un latín depurado de polvo y paja.
De hecho, cabe percibir el propio Renacimiento una de las primeras manifestaciones -bien es verdad que con ciertos precedentes históricos- de la que iba a ser una conducta recurrente desde entonces: la confrontación, en clave de querella de antiguos y modernos, entre un presente que se quiere nuevo y resplandeciente, y un pasado inmediato al que se acusa de retrógrado, inepto y superado por los vientos de la historia. Aunque ya Catulo cometió el mismo pecado de lesa antigüedad (para un auténtico humanista "no hay nada nuevo bajo el sol", pues todas las épocas tienen su propia forma de articular la verdad), y la disputa en torno a los universales que propició el nominalismo anticipó algunos modos y maneras de lo que después sería moneda común en los ámbitos intelectuales, es con los herederos confesos de Petrarca cuando se consolida la percepción de la Edad Media como epítome de todos los oprobios. Y de aquellos polvos, estos lodos actuales, cuando todavía se suele tachar de "medieval" a cualquiera que no se prosterne sumisamente ante el empuje de lo más nuevo, más alto, más fuerte... en suma, mejor.
No cabe duda que la Edad Media que tenían en mente Petrarca y los suyos apenas se parece en nada a la que conocemos, de manera fehaciente, en pleno siglo XXI; como han logrado demostrar grandes historiadores recientes (desde Duby y LeGoff hasta el combativo Heers), muchas de las atrocidades literarias que se le imputan son falsas -recuérdese que, en un primer momento, los humanistas creyeron que la caligrafía carolíngea era romana, por poner un ejemplo muy conocido-, aparte de que les debemos a los monasterios medievales la preservación, mediante copia y custodia, de la inmensa mayoría de obras clásicas que conocemos en la actualidad. Pero, más allá de las limitaciones materiales de las que adolecieron los polígrafos del Renacimiento, cabe afearles su actitud intransigente y belicosa respecto a los frutos de su inmediato pasado, la cual se compadece mal con la aspiración a la armonía y a la concordia que asociamos, con razón, con los mejores humanistas de la época.
Eduardo Baura acomete en Un tiempo entre luces una atractiva y sugerente crónica del modo en que se forjó este mito de la Edad Media como una época aciaga, percepción que, como decimos y cualquiera puede comprobar, persiste en la actualidad. Aunque no se trata de una investigación que desvele datos desconocidos (no es ese su propósito), sí que organiza la exposición del material de un modo claro, pedagógico y también crítico, acogiendo las distintas interpretaciones que aún hoy existen en torno a ciertos aspectos concretos. (Baura, por ejemplo, no deja de enfatizar, acertadamente, el cariz nacionalista y xenófobo de muchas de las tesis de los humanistas italianos respecto a la Edad Media). Además, también puede servir como una amena "guía de viaje" por las entrañas de la historia del humanismo del Renacimiento, pues antes de abordar las versiones del problema en cada autor concreto (Salutati, Poggio, Bruni, Valla), realiza una somera exposición biobibliográfica de los mismos que contextualiza perfectamente los motivos y razones que las justifican. Concluye el libro con una completa y actualizada bibliografía, y un inventario en apéndice en el que se desglosan las distintas calificaciones que recibieron entre los siglos XIV y XVI los que discurrieron entre el IV y el XIII.
Nos encontramos ante un volumen de gran valor, que a pesar de su naturaleza académica no descuida la vocación divulgativa, y que permite a cualquier lector mínimamente instruido, aunque no necesariamente ducho en la materia, aclarar ciertos conceptos y pertrecharse de instrumentos válidos para no ceder a los cantos de sirena de los amigos del progreso a machamartillo. Ojalá se publicaran muchos libros como este, en un momento en el que la investigación histórica se encuentra presa de la hiperespecialización y de una estéril jerigonza pseudocientífica que, en muchos aspectos, recuerda a la escolástica que tanto aborrecieron nuestros queridas humanistas.
[Publicado en HUMANISTAS]