Admitámoslo: el subtítulo de Pensativos. Los placeres ocultos de la vida intelectual llama a engaño. Un lector potencial podría pensar que se encuentra ante un encomio hedonista (¡el enésimo!) del gusto por la lectura, o de ese estrafalario canto a la inutilidad del conocimiento que tanto daño está haciendo en los últimos tiempos, cuando se lo interpreta literalmente y no en clave crítica y contestataria. Pero este libro es algo muy distinto (de hecho, su autora, Zena Hitz, lo califica de “propuesta contracultural”, p. 64) y bastante más valioso de lo que cabría esperar, en los tiempos que corren de inanidad y estupidización colectivas.
Para empezar, se trata de un testimonio personal. En una extensa introducción autobiográfica, la autora nos cuenta cómo, tras dedicarse a la docencia universitaria durante años, acabó abandonándola por “rancia y sin vida” (p. 68) al experimentar una “aplastante desilusión” (p. 25) que desembocó en un “gélido río de descontento” (p. 30). No es de extrañar, a tenor de lo que nos cuenta y que, por lo demás, nos resulta bastante familiar: en un entorno degradado donde la hiperespecialización y la aplicación de técnicas econométricas a la eficiencia de la educación se aúnan con la vanidad personal y la competitividad extrema, un espíritu mínimamente honesto y sensible no puede por menos que desanimarse. Hitz, como tantos corazones ansiosos de verdad, había aspirado a un “trabajo intelectual auténtico” (p. 40) con el “objetivo de llegar a lo más profundo”, pero lo que le rodeaba no era más que una manifestación de “la engreída vida de la clase media” (pág. 35), apabullada por los lujos y la superficialidad.
Este extenso introito, lejos de distraernos del objetivo principal del libro, constituye un magnífico marco para comprender de qué estamos hablando: de la defensa del valor del saber para la vida en un contexto existencial, y no erudito o teorético, y mucho menos lucrativo o profesional. En lugar de una acumulación inerte de datos, el conocimiento posee una dimensión vital para el hombre en cuanto tal, pues “el ser humano debe ser más que un vehículo de su propio placer” (pág. 64): “la actividad intelectual nutre una vida interior, un núcleo humano” (pág. 41), y ese “apetito humano por aprender y comprender” (pág. 49) “es un bien natural, disponible para todos”, y no reservado a una élite escolástica encerrada entre los muros de una institución agonizante que fomenta “arrogancia y desprecio por los demás” (pág. 47).
Nos encontramos, pues, ante un planteamiento de estirpe estrictamente humanista que entronca con una larga tradición que se remonta a la Antigüedad clásica (con Platón, Aristóteles, Cicerón y Séneca como principales valedores) y que encuentra en el Petrarca de La vida solitaria un banderín de enganche hasta nuestros días. En la línea de los clásicos, también Hitz asume que para alcanzar los frutos del árbol del conocimiento -el cual no está reñido con el de la vida, sino que constituye su espejo necesario- hay que trepar por un tronco ancho, largo y áspero, plagado de escollos. De hecho, si algo se va haciendo claro en la primera mitad del libro es que, en cuanto nos permite desplegar “nuestras capacidades más altas” (pág. 62), el trabajo intelectual impone una suerte de ascesis consistente en renuncias, distancia crítica, aislamiento social, puesta en cuarentena de las opiniones comunes y, en no pocas ocasiones, una auténtica inmolación transitoria para alcanzar ese nivel de conciencia “que nos recuerde quiénes fuimos y quiénes o qué podríamos ser” (pág. 69). Esta travesía del desierto tiene muy poco de placentera -de ahí mis reparos iniciales al subtítulo del libro- y sí de via crucis imprescindible para dar el salto cualitativo hacia una suerte de revelación, imprescindible para que el saber se abrace con la verdad y la vida.
¿En qué consiste esta revelación? Pues nada más y nada menos que en “aquello por lo que sacrificaríamos cualquier cosa a la hora de la verdad” (pág. 53), ese “bien supremo” (pág. 50) cuyo “efecto estructurador” nos permita elucidar cuál es nuestra misión en la vida, qué lugar debemos ocupar en ella y, por consiguiente, cómo podemos alcanzar nuestra plenitud en cuanto humanos, y por ende, la felicidad. Esta felicidad, por supuesto, no cabe entenderla en términos posmodernos, como un bienestar anímico o euforia emocional subsiguiente a la satisfacción de nuestros caprichos y antojos, sino en tanto correlato subjetivo de la asunción de una “orientación básica” (pág. 51), “ineluctable”. Es decir, de nuestra vocación más íntima: aquella que nos estaba buscando y a cuyo encuentro partimos al zarpar dejando el puerto seguro atrás para bucear en nuestra intimidad más recóndita y salvaje.
Ahora bien, en lugar de postular, en clave mistérica, un itinerario iniciático que pondría en las manos del viajero unos arcanos reservados a unos pocos, Hitz defiende -en mi opinión, acertadamente- el valor universal tanto del contenido del conocimiento como de la propia sed de saber que anida en el corazón de todas las personas, con independencia de su origen, raza, clase social u orientación sexual; “si no tuviéramos todos en común una base de humanidad, no podríamos encontrar el sentido a nuestras profundas conexiones personales” (pág. 79). No se me ocurre una afirmación más hondamente humanista que esta. En unos tiempos en que las particularidades de cada minoría (real o artificial) se anteponen a su pertenencia a una misma comunidad, recordar que todos somos humanos y “si nos pinchan, sangramos” parece casi una provocación. Pero una provocación necesaria.
Cabe advertir que la propuesta de Hitz no se contenta con postular una simple reedición del “conócete a ti mismo” que nos llevaría, ahora, a una plenitud en clave estrictamente civil, mundana: por el contrario, “la vida intelectual implica una dirección” (pág. 173): “nos conduce hacia algo más, y luego hacia algo más aún, hasta que (y si es que) llegamos a un punto en el que ya no hay nada ‘más’. Nuestros esfuerzos tienen como punto final [a] Dios”. Prosigue: “Dios es la fuente de la verdad y la bondad, el destino final de nuestros deseos de conocimientos y felicidad”. Es en Él y desde Él como podremos retornar de nuestro viaje solitario y correr, purificados, al encuentro con los demás, con nuestros hermanos, poniéndonos a su servicio para ayudarles a encontrar su propia senda hacia la Verdad. El saber asume, así, una dimensión salvífica porque nos permite trascender lo meramente material (ese torbellino de deseos e impulsos azuzados por la industria del placer) accediendo a la fuente de toda luz. Pero es que, además, el saber despliega su auténtica utilidad, la única genuina, al ser comunicado, contagiado. “Si no lo comparto, no lo tengo”, reza el aforismo. Poca importancia tendría una invitación (una más) al sálvese quien pueda, en este caso, quien sepa: por el contrario, Hitz, empleando conceptos que se inscriben en la tradición del humanismo cristiano, aboga por una fusión de acción y contemplación (contemplacción) en la cual el que sabe, en lugar de aislarse en su torre de marfil -o en su despacho universitario-, busca a los demás para comunicarles la buena nueva de que hay una vida más alta, y que el conocimiento amoroso nos permite llegar a ella.
En su esencia, Pensativos es esto, y no sólo no es poco, sino que es muchísimo más de lo que solemos encontrarnos en estos tiempos banales y decadentes. Complementa la tesis principal una nutrida y variada muestra de lo que la autora llama “imágenes y modelos” a modo de ilustración e inspiración, entre los que se encuentran la Virgen María leyendo en soledad, San Agustín abandonando su maniqueísmo inicial para abrazar a Jesucristo, los hermanos Herschel construyendo un telescopio casero para estudiar las estrellas, Goethe descubriendo que todas las plantas son en lo fundamental hojas, Albert Einstein y su condena a galeras antes de devenir mundialmente famoso, Antonio Gramsci y su prolongada estancia en la cárcel, Simone Weil dándole la espalda a los ambientes intelectuales del París de entreguerras en busca de su auténtico camino o las dos protagonistas de las novelas de Elena Ferrante, meticulosamente analizadas como epítomes de dos modos de emplear la cultura (uno esencial y el otro, no)… es decir, testimonios de otras tantas búsqueda personales que redundaron, de un modo u otro, en un beneficio para todos. Y es que, absortos (Lost in thought es el título original de este libro), a veces olvidamos que ninguna persona es una isla: que formamos un archipiélago en el que todo lo que uno encuentra, lo halla también para los demás.
Aunque, para mi gusto, la tesis fundamental de Pensativos se podría haber expuesto perfectamente en unas decenas de páginas (al modo en que lo hizo Étienne Gilson en El amor a la sabiduría), entiendo y asumo la pertinencia de la propuesta de la autora en un contexto hostil a todo aquello que pueda presentarse como una defensa decidida de los valores clásicos y de la vigencia inmarcesible de nuestra tradición cultural, tan amenazada actualmente. Aparte, es indudable que el tono adoptado -cálido y, por momentos, confesional- invita a la complicidad, pues el libro no se presenta, en ningún momento, como un estudio al uso (para serlo, habría que haber concedido un espacio mucho mayor a Cicerón o a los humanistas del Renacimiento), sino -como apuntaba yo al principio- como la crónica de un compromiso existencial, casi como una apología de un modo de estar en el mundo que, por desgracia, a estas alturas de siglo XXI empieza a resultar casi una rareza.
Zena Hitz, Pensativos. Los placeres ocultos de la vida intelectual. Traducción de Consuelo del Val. Encuentro, Madrid, 2022. 243 págs.
[Publicado en Culturamas]