Con la feliz iniciativa, por parte de la editorial Acantilado, de devolver a las librerías los Remedios de Petrarca que, con el título de La medida del hombre, José María Micó seleccionara, tradujera y publicara en 1999 para Península (algo que, a mi entender, se debería haber hecho constar en los créditos), el sello barcelonés prosigue con su loable empeño de mantener a los clásicos en el punto de mira del lector generalista, esa “clase media” cultural cada día más escasa pero sin la cual ningún país que se quiera mínimamente instruido puede sobrevivir. Así, de su mano hemos podido disfrutar en los últimos años de textos esenciales de la tradición occidental, como los Ensayos de Montaigne o Gargantúa y Pantagruel de Rabelais, junto a clásicos de la talla de Séneca, Plutarco, Longino, Lucrecio, Boecio, Dante, Erasmo o Shakespeare, insisto, en una clave no especializada o reservada a los “felices pocos”: con ello, y frente al auge de la autopublicación y el amazonismo, se vuelve a poner de manifiesto la importancia de las editoriales en la configuración y mantenimiento de una cultura sólida y con futuro.
No es esta, ni mucho menos, una reedición “oportuna” o ventajista, que se aproveche de ciertos vientos favorables al rescate de autores o títulos ahora nuevamente de moda, como está ocurriendo, sin ir más lejos, con los estoicos Séneca, Marco Aurelio o Epicteto (a los que se rescata, incluso, en traducciones de imposible identificación): por el contrario, el Petrarca que encontramos en los Remedios puede presumir de presentarnos una propuesta absolutamente intempestiva, a contrapelo de la época, por cuanto defiende unos valores que, aun cuando universales y comunes a -casi- todas las épocas, en la actualidad se perciben como anticuados y caducos, cuando no “medievales” (el comodín del necio).
¿Y qué valores son esos? Los enuncia el propio autor: “el alma, la virtud, la fama [en cuanto recta reputación], la paz, el sosiego y la seguridad” (p. 79). Para el aretino, “el único camino seguro y recto es el que pasa por la virtud” (p. 26), y quien se aparta de él está condenado a subsistir con “una venda en los ojos, un lazo en los pies y un cepo en las alas” (p. 31). Cuando echamos la mirada en derredor, comprobamos que “las cosas humanas cambian continuamente, y bajo el cielo no hay nada firme. ¿Quién esperará que algo permanezca entre tanto torbellino?” (pág. 51); que “gran parte de las cosas humanas está hecha de sombras, [y] que gran parte de los mortales se alimenta de viento y se divierte con fantasías” (p. 132). Ello nos lleva a adoptar opiniones falsas, sostener juicios erróneos y confundir el valor auténtico de las cosas, tomando lo accesorio por esencial y lo fundamental por prescindible.
Esta distorsión en el modo en que interpretamos el mundo y nuestra ubicación en él es la que tratará de combatir Petrarca en este libro, desmontando mediante la Razón todos y cada uno de los “falsos ídolos” del Gozo. Su propósito no es otro que el que ha guiado a los sabios, filósofos y profetas de todos los tiempos: el de llamar a los hombres a la verdad, sacudiéndoles del sopor en el que se encuentran sumidos y que les induce a perseverar en sus vanas ilusiones mundanas, en lugar de guiarse por la luz del espíritu.
Despertad, pues, los que dormís. Ya es hora de abrir los ojos soñolientos. Acostumbraos de una vez a pensar en las cosas eternas, a amarlas y desearlas, y a despreciar a un tiempo las que son perecederas. Aprended a apartaros espontáneamente de las cosas que no pueden estar mucho tiempo con nosotros, y a abandonarlas con el ánimo antes de que ellas os abandonen” (p. 28)
Y es que “conviene, pues, complacerse con los bienes verdaderos y firmes, no con los falsos y perecederos. (p. 30).
El primer paso para abandonar la senda que conduce al despeñadero es “que los hombres no excediesen sus limitaciones ni el orden natural, tantas veces confundido por la necedad humana” (pág. 72). Ante todo, en la vida “es preferible el término medio” (p. 34), de acuerdo con la máxima clásica Μηδὲν άγαν (nada en exceso) que figuraba en el frontón del templo de Apolo en Delfos, y que impregna la cultura humanística occidental desde sus albores hasta el Romanticismo, cuando William Blake afirmará que “la senda del exceso lleva al palacio de la sabiduría”, desencadenando a la bestia inmunda que todavía anda suelta por el mundo…
Petrarca, desde luego, no tiene nada de moderno: su espíritu es clásico, incluso arcaizante (no “medieval”). Para el autor del Cancionero, el presente es una edad degradada en comparación con el esplendor de la Roma imperial, y su apelación a los poetas y filósofos de la Antigüedad no obedece a un prurito pedantesco o decorativo, sino a su honda convicción de que desde entonces el mundo ha ido a peor y que la única solución para nuestros males consiste en restablecer, restaurar incluso, la armonía perdida. Sí, a despecho de la visión que de él quieren dar los manuales escolares, Francesco Petrarca no era un “adelantado a su época” o el heraldo de la nuestra, sino un reaccionario de tomo y lomo. De ahí su profunda enemistad con su época, de la que abominaba, no solo en esta obra, sino en La vida solitaria, o en De la propia ignorancia y la de muchos.
Frente a los tópicos que combate con denuedo en los Remedios (y a fe que no deja títere con cabeza, arremetiendo contra las riquezas, la gloria, la belleza corporal, el prestigio de la juventud, las excesivas esperanzas, la abundancia de amigos, incluso los muchos libros), Petrarca erige un modelo de hombre perfecto, el sabio, que entronca con el que se propugnaba en la Antigüedad y que nada tiene que ver con el erudito, al revés, es su perfecto antónimo, pues “la sabiduría no se alcanza con el estudio de unos pocos años como otras disciplinas: es necesario el esfuerzo de toda una vida, por larga que sea” (p. 43). Quienes se jactan de haber accedido al conocimiento simplemente por haber cursado unos estudios académicos, o por ejercer la profesión docente, ignoran que “los títulos no bastan para hacer sabios a quienes no lo son, aunque los conviertan en nobles, insignes, reverendos, ilustres y aun serenísimos, de modo que llegan a avergonzarse de un título tan simple como el de sabio” (p. 44), cuando lo cierto es que “la sabiduría verdadera es inseparable de la virtud” (p. 42), es decir, de la vida práctica:
El conocimiento de las letras sólo es útil si se pone en práctica y se confirma con obras, no con palabras. De otro modo, muchas veces se confirma, como está escrito, que el conocimiento hincha de vanidad. Entender con claridad y prontitud muchas e importantes cosas, recordarlas con seguridad, contarlas de modo brillante, escribirlas con arte y declamarlas placenteramente, si todas estas cosas no tienen aplicación a la vida, ¿qué son sino instrumentos de una vacua petulancia, qué son sino trabajo y ruido sin provecho? (p. 75)
Petrarca se extiende sobre la materia, pues no en vano él aspira a encarnar ese paradigma de hombre “prudente, justo, firme, humilde, inocente y piadoso” (pág. 51) que “no desea lo excesivo, sino lo necesario, pues aquello a menudo es perjudicial y esto es provechoso siempre” (p. 62), aunque es plenamente consciente -como se pone de manifiesto en las páginas del Secretum– de que queda muy lejos de haber materializado su aspiración, la cual quizás no logre nunca en esta vida. Eppur… no ceja en el empeño, “se afana de continuo” (pág. 42), aconsejando a ese otro yo que es su imaginario interlocutor el modo de perseverar en el camino de la virtud: “acuérdate del pecado para lamentarlo; acuérdate de la muerte para refrenarte; acuérdate de la justicia divina para temer, y de su misericordia para no desesperar” (p. 41).
Mención aparte merece la crítica que dirige al exceso de escritores que padece su tiempo, ¡cuando aún no se había inventado la imprenta! “Hoy todos escriben, tanto los que saben como los que no” (p. 67).
Todos se arrogan el oficio de escritor, que es propio de muy pocos. El afecto de este mal contagia a muchos, porque es fácil envidiar a alguien, pero muy difícil alcanzarlo. Por eso crece cada día el número de los enfermos y aumenta con ello la fuerza de la infección. Cada día hay más escritores y cada día escriben peor, porque es más fácil seguir que superar. (p. 72)
Se diría que “hay algunos que escriben sólo porque no pueden dejar de hacerlo, como quien corre cuesta abajo, que no sabe cómo parar” (p. 77). De vivir en nuestros días, Petrarca se pasaría el día llevándose las manos a la cabeza…
Frente a la superficialidad del mundo desprovisto de virtud y de la desmesura fruto de las bajas pasiones (la codicia, la vanidad, la inconstancia, la lujuria, falsedad), el aretino solo tiene un remedio infalible: “Menosprecia las cosas terrenales y aprende a suplicar y a esperar las celestiales” (p. 125). La vida virtuosa es la vida piadosa, aquella que se reconoce como precaria y transitoria porque se halla en camino hacia otra superior, esta sí plena y permanente; quien opta por entregarse a los placeres efímeros o a las vilezas mundanas, está despilfarrando un tiempo precioso que debería emplear en “cosas más altas” (pág. 171):
Casi todo vuestro tiempo lo perdéis, lo desperdiciáis y aun lo menospreciáis como si se tratase de algo vil y sin valor. Ojalá lo empleaseis en la virtud o al menos en la fama y no en un deshonor inicuo e insolente; aunque cualquier cosa que no se emplea en aquello para lo que nos fue dada puede con justicia llamarse perdida. Para este fin nació el hombre, y el tiempo le fue concedido para honrar y amar a su creador. Todo lo que se encamina a otros fines, claro está que se pierde. (p. 141) La cursiva es mía
Contra el carpe diem, el memento mori: “piensa en la sepultura”. (p. 156). Recuerda que habitas un cuerpo mortal, sí, pero que “el alma es inmortal” (pág. 183). “Sigue, pues, a tu espíritu, que te llama para cosas mejores, y presta oídos a la verdad, que a gritos te dice: «No busquéis las cosas visibles, que son temporales, sino las invisibles, que son eternas»” (p. 168). La perspectiva de la muerte, en lugar de acobardarte, debería ilusionarte, pues te permitirá dejar atrás “esta vida incierta y fugitiva” (p. 179), la cual, “vista por sí sola, no es más que una tienda de infinitas miserias” (ibíd.), para domiciliarte, al fin, en “una morada celestial y eterna” (p. 180). Allí, tu parte mejor, el alma inmortal, conocerá al fin la perfección que le niega, con sus vaivenes, la realidad última de las cosas, la cual “la mente no puede penetrar, porque está cubierta de su velo mortal, y cuyo entendimiento es un deseo natural de todos los hombres, especialmente de quienes se dedican al estudio” (p. 186).
No esperes la muerte del alma, pues es propio de su naturaleza el no poder morir; y tampoco pienses que después de la muerte ya no hay males que sufrir por no tener alma, sino porque su Creador es tan manso, compasivo y misericordioso, que no despreciará su obra: siempre está junto a quienes lo llaman de corazón. A él debes rogar, en él debes depositar tus votos y tus esperanzas, y el último suspiro ha de ser para decir su nombre. Parte, pues, seguro y sin miedo. (p. 184)
En los Remedios, Petrarca pone negro sobre blanco un catálogo de juicios erróneos acerca de la vida y trata de refutarlos, uno tras otro, oponiéndoles un modelo de vida virtuosa (la del sabio) y una perspectiva soteriológica de carácter espiritual que desemboca en una plenitud de ultratumba. ¿No decía yo, al principio, que se trata de una obra intempestiva, ya no contra su propia época, sino… contra todas las épocas? Su denuncia no ha perdido un ápice de vigencia, y su propuesta -tan clásica que, a estas alturas, ya se nos antoja.. perenne-, a pesar de las apariencias, no solo conserva su capacidad de persuasión, sino que puede que, a estas alturas de milenio, sea una alternativa a sopesar muy seriamente.
[Publicada en Culturamas]