La identidad de una sociedad, sabido es, se constituye en diálogo con el pasado: con el propio y, a menudo (aunque esto se enfatiza menos), con el ajeno. Esto es así especialmente desde que se instituyó el progreso y la modernidad como paradigmas culturales: en una sociedad tradicional, el pasada está siempre presente, no es preciso convocarlo para interactuar con él. Cuando (en una primera fase, en los albores del Renacimiento y, a continuación, con la Ilustración) el culto a la novedad sustituyó al de la tradición, se abrió una brecha de incalculables dimensiones que aún no se ha suturado del todo: la continuidad entre generaciones que se daba por supuesta hizo aguas, y se hizo problemático algo tan elemental como la transmisión de la propia identidad cultural.
Sin embargo, lejos del espíritu progresivo ‒nombre que asigno al que, allá por el siglo XV, instituyó el cambio como paradigma social fundamental, en el bien entendido de que cualquier innovación es, por principio, sospechosa de bondad‒ la tentación darle la espalda al pasado en cuanto tal. ¡Todo lo contrario! Se diría que existe en la progresividad una suerte de mala conciencia que le lleva a entablar con las épocas pretéritas una extraña, e incluso patológica relación de amor-odio: así, mientras que por un lado la rapidez de las modas condena al ostracismo a toda nueva costumbre en menos que canta un gallo, por el otro las recupera cíclicamente a modo de revival. Es un caso claro está, de frivolidad supina, pero también algo más: se trata de todo un síntoma.
Viene esto a cuento de la sorprendente vigencia de un mito rigurosamente moderno, cual es el de la Grecia antigua. No en vano Paul Valéry ya nos advirtió de que "la antigua Grecia es la invención más hermosa de los tiempos modernos". En cierta Grecia ‒y, en menor medida, en la Roma antigua‒ han querido ver los europeos, al menos desde el siglo XV, una especie de Arcadia original, un modelo de virtudes en las cuales inspirarnos para recobrar la buena senda. Hurgando un poco más, pero sólo un poco, enseguida descubrimos que las maravillas de la Hélade se ciñen, ante todo, a la Atenas de Pericles (por supuesto, no en Esparta, sin ir más lejos), en la cual el ciudadano occidental cree ver reflejada la mejor imagen de sí mismo: democrática, racional, política, moderada, deportiva, dialogante... De poco sirve aducir que de las ventajas de ser ciudadano ateniense estaban excluidas las mujeres, así como los esclavos y los extranjeros. ¡Cosas de la época!, aducirá el cínico enamorado, encogiéndose de hombros.
Más preocupante si cabe se me antoja la distorsión sistemática que se le inflige al espíritu griego esencial, por parte de sus supuestos adalides. Así, se nos quiere transmitir la imagen de una Grecia racionalista hasta la extenuación, por no decir atea, en la cual el papel de los dioses sería el equivalente al que en nuestra época asumen los superhéroes de Marvel: un panteón de personajes ficticios cuya incidencia en la vida real de las personas es poco menos que imaginario. Desde luego, es totalmente falso, y delata las auténticas pretensiones del filohelenismo moderno: utilizar un pasado ficticio para revestir de dignidad histórica lo que carece de ella, por el mero hecho de haberlo aniquilado por su vocación parricida.
No cabe duda de que debemos a los antiguos griegos un sinfín de tesoros de toda índole: filosóficos, artísticos, literarios. Sin embargo, ello no nos da derecho a vaciar de sentido toda una cultura tan rica y densa en matices. Menos aún, si se pone en entredicho la realidad histórica de lo que fue la Grecia antigua. Y, si algo fue, fue una cultura abierta a la trascendencia, y no en poca medida. De hecho, en los textos que conservamos de la época no nos resultará difícil reconocernos, sí, pero como copartícipes de una visión en absoluto antropocéntrica del mundo y de la existencia humana. Todo lo contrario. Subsiste en los griegos antiguos la convicción de que estamos en manos de los dioses, de que no somos en absoluto dueños de nuestro destino.
Pero vamos a los textos (ya que, de lo contrario, nos mantenemos en el lábil ámbito de las opiniones y los juicios genéricos). Para documentar mi hipótesis, no voy a manejar una extensa bibliografía, ni echar mano de estudios eruditos, sino que me limitaré a las fuentes mismas. Es más, he de ceñirme a uno de los ámbitos en los cuales los griegos se jugaban su propia identidad cultural: en la poesía. Sí, sí, la poesía. Como indica Carlos García Gual en su nota preliminar a la Antología de la poesía lírica griega (s. VII-IV a.C.), publicada por Círculo de Lectores en 1995, "los griegos consideraban la poesía como algo muy importante para la comprensión del mundo y de la vida. Se tomaban muy en serio a sus poetas. Ellos eran los primeros educadores del pueblo, en una sociedad sin dogmas ni sacerdotes con libros sagrados ni tradiciones rígidas" (pág. 52). De este modo, "la poesía servía de cauce para expresar doctrinas e ideas nuevas, y para conservar los mitos y criticarlos", hasta el punto de que "los primeros filósofos fueron también poetas"
Advertimos aquí una seria discrepancia entre la modernidad, para la cual la poesía en el mejor de los casos es una expresión literaria de una individualidad, de su mundo interior y de sus conceptos privados (incluso en el caso en el que, como Victor Hugo, Manzoni o Goethe, alcancen el rango de poetas nacionales), y la lírica griega antigua, en la cual se dan la mano sin ambages conocimiento y expresión, intimidad personal y objetividad social. Esta sabia simbiosis, que Occidente sacrificó en el altar de la ciencia experimental, es la que nos permite traer a colación los textos poéticos griegos como testimonios fiables de toda una cultura, en aras a constatar nuestra tesis de que la Grecia antigua no fue, como se cree, una cultura atea, y nada tiene que ver con la nuestra.
Bien, a los textos. Para los griegos antiguos, si hemos de aceptar que los poetas son sus educadores, hay que vivir "confiándonos a los eternos dioses" (Tirteo de Esparta, 1), pues de Zeus es "el poder en los cielos, / y tú observas los hechos de los hombres, / criminales o justos, y a ti incluso te atañe / la desmesura y la justicia de las fieras" (Arquíloco de Paros, 37). Este concepto de una divinidad omnisciente y plenipotenciaria, tan cara a la tradición judeocristiana, desde luego nada tiene que ver con la visión moderna de la existencia humana, ni mucho menos de la naturaleza en su conjunto.
El padre de los dioses "es adivino que nunca miente, ya que él mismo determina el final" (46), continúa Arquíloco. Y añade:
de las desdichas a los hombres echados sobre el oscuro suelo;
y muchas veces derriban y tumban panza arriba
a quienes caminan erguidos. (16)
Para un cristiano no resulta chocante pensar en una divinidad que dispone a su albur de la vida humana (ya sabemos que los caminos del Señor son inescrutables), aunque aquí incluso la defensa católica del libre albedrío resultaría incomparablemente más "moderna" que la total sumisión personal al destino que aqueja al griego antiguo.
Frente a lo imprevisible de los designios divinos, el poeta aconseja "la firme resignación" (7). La mesura, la contención, subsumidos en el concepto griego de σωφροσύνη (Sōphrosynē), impide que la persona se entregue a la desesperación o la queja, la cual no deja de ser una rebeldía frente a los dioses, un pecado de ὕβρις (Hýbris). Mucho antes que los estoicos romanos, los griegos antiguos ya disuadían a sus conciudadanos de, en caso de entregarse a la tristeza, lo hicieran "sin excesos" (15).
Lejos de constituir una declaración aislada, la noción de una divinidad que trasciende al hombre y que decide cuál va a ser su suerte se halla presente en la lírica griega antigua de manera recurrente. Por ejemplo, en estos versos de Semónides de Amorgos:
de todo lo que es y lo dispone como quiere.
Los hombres carecen de entendimiento. Pues al día
vivimos como bestias, del todo ignorantes
de cómo la divinidad hará concluir cualquier asunto. (2)
Incluso personajes renombrados, como Solón de Atenas, célebre por su labor política como legislador y uno de los siete sabios de Grecia, según la tradición, incide en esta visión: "Zeus vigila el fin de todas las cosas" (A las musas). Eso sí, no se conforman los dioses con retribuir a los hombres de manera ajustada a sus méritos personales, lo cual los reduciría al mero papel de funcionarios de justicia, sino que deparan favores y perjuicios según una pauta que sólo ellos conocen:
y de ellas procede el desastre, que Zeus de cuando en cuando
envía como castigo, y ya uno, ya otro, lo recibe.
Percibimos aquí elementos novedosos, como la idea de que todo favor que recibe el hombre de los dioses conlleva, casi como compensación, algún tipo de desgracia. Ahora bien, como buen legislador que es, Solón se cuida muy mucho de advertir que los perjuicios se los granjea el hombre por sí mismo, de modo que empieza a atisbarse ya cierta noción de responsabilidad personal, al menos en lo que atañe a las desgracias (los favores seguirían siendo potestad libérrima de Zeus).
segura desde el último fondo hasta la cima.
Mas la que los hombres persiguen con vicio, no les llega
por orden natural, sino atraída por injustos manejos,
les viene forzada y pronto la enturbia el Desastre.
Solón llega aún más lejos cuando descarga a los dioses de cualquier responsabilidad por las consecuencias negativas de los propios errores:
no achaquéis a los dioses la culpa de éstos. (6)
Persiste, con todo, la prevalencia divina sobre el destino humano: "Del todo invisible a los humanos es el designio de los dioses" (13). Incluso siendo un político poderoso, Solón no olvido que su poder sería nulo sin la anuencia, cuanto menos, de los inmortales: "lo que dije cumplí con ayuda de los dioses" (17).
Jenófanes de Colofón, cuya aportación a la religión griega resulta fundamental (por cuanto postuló que la divinidad carecía de atributos antropomorfos y que, lejos de las iniquidades que les atribuían Homero y Hesíodo, se abstenían de perpetrar actos indecorosos), no dejó pasar la ocasión de recordar a los griegos su deberes hacia los dioses:
celebrar con relatos piadosos y puras palabras. (1)
Empédocles de Agrigento, filósofo y taumaturgo, lo tenía bastante claro: "desdichado quien tiene una oscura opinión de los dioses" (4). Teognis de Megara, por su parte, insiste en la trascendencia del designio divino respecto a los humanos, retomando la idea de una dependencia absoluta respecto a los olímpicos:
sino los dioses que otorgan lo uno o lo otro. (133-134)
Constatamos que, lejos de profundizar en la vía insinuada por Solón (la de que los humanos somos los únicos responsables de las desgracias que nos acaecen), perseveran los poetas en el concepto clásico de que nada de ello en verdad está en nuestras manos, sino que vivimos expuestos al albur de los dioses.
Los dioses lo cumplen todo a su antojo. (141-142)
No contento con recibir y transmitir esta idea convertida ya en tópica, Teognis la enriquece con ricos versos dirigidos al padre de los dioses, emulando el tono de los Himnos homéricos:
gobiernas con gloria y enorme poder personal.
Bien conoces la mente y el ánimo de uno y otro hombre,
tuyo es el dominio supremo de todas las cosas, oh rey. (373-376)
La desconfianza de Teognis respecto a la mera posibilidad de lograr mejorar la conducta personal mediante la educación (uno de los postulados básicos de la modernidad, por cierto),
pudiera, jamás de un buen padre un mal hijo saldría,
al atender a razones virtuosas. Mas por aprendizaje
nunca harás de un villano un hombre de bien. (435-438)
De todos modos, en Teognis se detecta ya un clima de escepticismo creciente entre los griegos de su época:
la Cordura, y las Gracias, amigo, dejaron la Tierra.
Ya no hay juramentos de fiar entre humanos ni justos,
ni nadie demuestra respeto a los dioses eternos;
se ha extinguido el linaje de hombres piadosos; ahora
ni normas legales conocen ni aun la Piedad.
Se diría que una y otra lacra (la pérdida de la fiabilidad entre los humanos y del respeto a los inmortales) fueran de la mano; como si, al quebrarse la certeza en una instancia trascendente, los individuos se sintieran liberados para entregarse a sus peores instintos... confirmand el célebre adagio de que, si Dios ha muerto, ya todo nos está permitido, sobre todo, lo peor.
Aun con todo, Teognis hace de tripas corazón, y deposita en la Esperanza una única reserva de confianza, quizás desesperada:
conserve piadoso su fe en la divina Esperanza,
rece a los dioses y, al ofrendarles los grasientos muslos,
en sus sacrificios invoque, al comienzo y al fin, la Esperanza.
Alceo de Mitelene, por su parte, no duda en que los avatares de su existencia no están en sus manos: "Cuándo de mis muchos pesares / me van a liberar los Olímpicos?" (9, 130). Íbico de Regio habla de "los designios del gran Zeus" al iniciar su crónica poética (1), y en un acceso de vacilación ética, reconoce: "Tengo miedo de conseguir honor entre los hombres / cometiendo alguna falta ante los dioses" (7, 22D), con lo cual admite que sí existe un margen para la libertad personal, y por ende, del error.
Simónides de Ceos enuncia, en línea con lo ya expuesto: "Todo está, en verdad, sometido a los dioses" (1, 48D), con lo cual de los humanos pequeño es el poder" (2, 9D). Nuestro afán debe centrarse en agradar a los Olímpicos, pues sin su simpatía no es posible prosperar: "son los mejores aquellos /a los que los dioses tratan con cariño" (9, 4D).
Píndaro de Tebas, quizás el más reputado de los líricos griegos, nos advierte desde el principio: "le es conveniente a un hombre hablar / bien de los dioses" (Olímpica, 1), ya que "los blasfemos no tardan en recibir sus penas". Los inmortales son omniscientes: "si alguien confía en pasar inadvertido de los dioses / al hacer algo, se equivoca", es más, "la divinidad permanece velando por tus afanes". El hombre no está solo, cara a cara con su libertad: siempre ha de contar con esa otra mirada, esa asistencia, sin el concurso de la cual la vida no es siquiera concebible. ¿Hay algo más alejado del concepto moderno de la libertad? Y prosigue:
de excelencia humana; por ellos los hombres
son sabios y de brazos vigorosos y hábiles de lengua.
Con frecuencia habla Píndaro del "designio de los dioses" (Pítica, VIII) o de "los beneplácitos de los dioses" (Pítica, IV) para conseguir lo que uno se propone. Y es que "los éxitos no dependen de los hombres; la divinidad los da". La jerarquía divina es de tal envergadura, que sin ella el ser humano carece de enjundia propia.
El hombre es el sueño de una sombra. Mas cuando le llega
un rayo de luz enviado por Zeus, un resplando brillante
le distingue y su existencia es gozosa.
Filemón, pensador del s. IV, compuso incluso un poema en el cual admite que el mayor de los mortales no es más que un criado de los olímpicos : "Unos son esclavos de los reyes; el rey, de los dioses". Con ello, admite que la humanidad, contra lo que la Modernidad postula, posee un techo, un límite que no le es dado superar (ello supondría un pecado de hybris y sería castigado). Nada que ver con la convicción contemporánea de que no existe tal límite, o que el límite del ser humano se lo pone él mismo.
Para el griego, la sabiduría consiste en mantenerse dentro de los cauces que nos han sido impuestos (por los dioses, por la naturaleza, por el destino: los conceptos son importantes, aunque no lo esencial); para el moderno, en desbordarlos. ¿Hay algo más opuesto al modelo griego del mundo que el de la Modernidad? Lo dudo mucho. Prometeo, tan querido por los románticos (y, a su modo, también por los griegos antiguos, pero no por las mismas razones), es el epítome de la desmesura, de la rebeldía, de la falta de obediencia: por eso recibe en la mitología griega justo y eterno castigo.
El hecho de que la Modernidad haya querido "inventarse" una Grecia a su medida, obviando la esencia de una cultura que casi nada tiene que ver con ella, se explica por lo que apuntábamos al principio: por la búsqueda de un referente remoto, e idealizado, que compense el vacío de fundamento subsiguiente a la demolición, por parte de la Modernidad, de sus antecedentes inmediatos. Convendría poner las cosas en su sitio y desenmascarar las falsificaciones en las que se basa esa gran abanderada de la Luz, de la Verdad y de la Ciencia que es la era moderna. Difícilmente conocerá su auténtico rostro quien se empeña en elegir un espejo equivocado.
[Publicado en Uroboro]