Lo están haciendo otra vez: como en los años treinta del siglo pasado, los extremismos (“la ultraderecha” y “el espacio a la izquierda de la izquierda”, ¡ominoso eufemismo!) quieren arrastrar a las democracias liberales, las únicas dignas de ese nombre -las “populares” son dictaduras manifiestas- a un nuevo enfrentamiento abierto, y quién sabe si violento.
El terreno, en España, fue pacientemente abonado por ciertos agentes de la agitación (que ahora se limitan a preparar cócteles sin mecha en tabernas de mala suerte), los cuales activaron una mostrenca y artificiosa “alerta antifascista” quién sabe si por miedo o si por puro deseo de que se hiciera espantosa realidad. Ahora, por fin, pueden frotarse abiertamente las manos ante la evidencia de que viene, de que llega, de que ya está aquí, ¡justo por lo que tanto habían suspirado! Un enemigo execrable contra el cual poder alzarse como barrera, escudo, muralla…
Que los que detentan el poder o aspiran a él necesitan polarizar a la población para cosechar adhesiones inquebrantables es tan antiguo que apesta a descarnada posmodernidad, donde los sofistas -como en la Atenas clásica- hacen fortuna pergeñando eslóganes y consignas sólo aptas para sus propias huestes descerebradas; ¡o yo, o el diluvio! Absolutismo de libro.
En este contexto, quienes salen perdiendo (siempre lo hacen) son los adorables matices, los grises suntuosos -hay miles de ellos), en suma: la civilización. Sacrificar los tonos medios en aras de la disciplina ideológica nos devuelve, ya no a las cavernas, sino a los árboles… de donde algunos no deben haber bajado, a tenor de la facilidad con que se dejan domeñar por sus bajos instintos. Facciones, sectas, partidismos: refugio de involución. El auténtico progreso (que es intelectual y espiritual, jamás material y mucho menos técnico) exige encuentros y no encontronazos; acordes y no desacuerdos. Un supuesto avance que pasa por demonizar al que discrepa merece el nombre de retroceso; y, por desgracia, quienes más se jactan de mirar siempre hacia adelante lo hacen al volante de una apisonadora…
En este contexto de cainismos creados y alimentados por las élites -siempre ha sido así: por la cuenta que le trae, el pueblo llano es conciliador- cabe apelar a la inmensa mayoría no polarizada, la que se entiende porque le conviene y porque nada ganará enzarzándose en batallas que sólo aportan réditos a los de siempre. Ha llegado la hora de que alcemos la voz esa bolsa gigantesca de personas que no votamos porque nos negamos a participar en el patético espectáculo de dos pugilatos simulados (pues, como todos sabemos, únicamente hay una casta: la que siempre gana, se ponga un uniforme o el contrario). No estamos dispuestos a que los dementes de uno y otro bando nos arrastren a una nueva conflagración violenta. Nos negamos a que cancelen nuestra capacidad de argumentar libremente, y de poner sobre la mesa tesis, antítesis y síntesis verosímiles sólo porque nos podrían afiliar al ejército equivocado. No vamos a tolerar que los intolerantes de una y otra cuerda nos ahorquen con su estrechez de miras, su mentalidad angosta, su claustrofílica tendencia a encerrarnos en guetos por mor de una idea, una palabra, un ademán.
La ciudadanía soberana, la que sí piensa por sí misma y no en virtud del argumentario propalado por los poderosos y sus medios afines, tenemos la ocasión de detener esta deriva apostando por la sensatez, la escucha, el contraste apacible de pareces, en fin: por el ejercicio de las libertades civiles que -no lo olvidemos nunca- fueron un hito de la humanidad liderada por Occidente, ahora de nuevo en la picota por mor de intereses mezquinos, particularismos execrables y ancestrales conductas que no merecen prosperar… ahora, menos que nunca.
(Publicado en Culturamas)