Para la edición de Vida y costumbres del humanista, de Juan Luis Vives



Aunque la figura de Juan Luis Vives goza en la actualidad de un indudable reconocimiento y su obra ha sido publicada con el rigor y la minuciosidad que merece, es dudoso que sus principales aportaciones a la historia del pensamiento hayan pasado a formar parte del acervo común (destino natural, y deseable, de cualquier humanista que se precie). Por el contrario, apenas se le reconoce su papel en la forja de ciertos conceptos genéricos en materia de pedagogía, psicología y servicios sociales, mientras que permanecen en la sombra otros de carácter filosófico y teológico de indudable interés intrínseco. Esto resulta alarmante en lo concerniente a propuestas netamente vivistas: me refiero a aquellas que apuestan por un saber comprometido con la vida que se nos antojan de gran actualidad, pues si algo se ha perdido en la Modernidad ha sido, justamente, la alianza indisoluble que caracteriza el auténtico humanismo entre teoría y práctica, reflexión y acción, filosofía y moral. Con las críticas kantianas se sanciona la drástica separación entre los ámbitos propios del hombre... y de aquellos polvos, estos lodos de los que hoy en día nos lamentamos muchos, con una erudición estéril para la vida coexistiendo espalda con espalda con una sociedad desnortada, irreflexiva, para la cual el conocimiento ha perdido cualquier densidad existencial quedando confinado entre los muros de una academia más preocupada por producir papers que por contribuir a la mejora de la sociedad a la que pertenece. Bien es verdad que, en la época de Vives, tampoco la universidad era un semillero de ideas humanistas, y hay quien postula que el perfil de esta instituición le inhabilita para asumir el protagonismo en dicho ámbito. Sea como fuere, siguen siendo pertinentes los llamamientos de los humanistas del pasado para aunar los saberes y ponerlos al servicio de la mejora integral de las personas, y no sólo en el orden material, sino intelectual, espiritual y moral.

En este contexto, unas páginas como las que ahora se reeditan (el capítulo final de Sobre las disciplinas) pueden aportar útiles perspectivas en el debate en torno a la función del intelectual en una sociedad abierta, así como incidir en su perfil ético centrado en valores poco vigentes en nuestra época: humildad, bonhomía, generosidad, unidos a la capacidad de aceptar las propias limitaciones y de aceptar los hallazgos ajenos, no son frecuentes entre nuestros investigadores y docentes, urgidos a una competitividad impropia de un mundo en el que deberían imperar los afanes cooperativos y, sí, fraternales. De hecho, el humanismo cristiano que impregna las páginas que siguen vuelve a mostrarlo como el paradigma capaz de aunar de nuevo todo aquello que la Modernidad ha separado, con su secularismo desaforado y su aversión a una trascendencia sin la cual, cabe admitirlo ya, el ser humano pierde la capacidad de percibirse como lo que es: una criatura eminente, ontológicamente superior al cosmos en el que nace, crece, se reproduce y muere, y destinada a esas “altas metas” a las que apelaba Cicerón y que para las cuales los humanistas nos sabemos indefectiblemente llamados.