Josiah Osgood, César contra Catón. La rivalidad que destruyó la República romana. Traducción de David Paradela. Madrid, Crítica, 2024. 399 págs.
¿Otro libro sobre la historia de Roma?, se preguntará el lector. ¿No está ya todo dicho, interpretado... finiquitado? Para el asiduo visitante de las mesas de novedades de las librerías, no puede haber a priori nada menos atractivo que otro-libro-sobre-la-historia-de-Roma. ¡Carne de archivo! ¡Objeto de museo! O, peor... de Wikipedia. Aparte, ¿a quién le importa ya lo que ocurrió hace, literalmente, más dos mil años? ¡Pasado pisado! ¡Vivamos en el presente! O mejor... en el futuro inmediato, que en cuanto nos descuidamos ya ha caducado para hacer sitio a la siguiente novedad, al penúltimo sobresalto de lo eternamente joven porque carece de memoria y, lo que es peor: de sentido.
Tras leer César contra Catón. La rivalidad que destruyó la República romana, y para su estupor, ese lector ávido de sorpresas e innovaciones continuas habrá constatado que no, que la historia de Roma no es “la historia de Roma”, sino de lo que aún somos, de lo que tal vez nunca dejaremos de ser. Y no sólo porque las bases de la cultura occidental son, en una medida abrumadora, romanas (y estas, en gran parte, griegas), sino porque lo que sale a la luz cuando acudimos al pasado con los ojos abiertos y las manos extendidas es, precisamente, lo que se sustrae a las épocas: la naturaleza humana, en toda su grandeza y toda su miseria, con sus luces y sus sombras, y sobre todo, con sus lecciones permanentes. Si somos capaces de prestar atención al basso continuo que sostiene la ininterrumpida sucesión de episodios singulares, al leer historia lo que estamos haciendo es... conocernos a nosotros mismos. El pasado es el mejor espejo.
En el que caso del libro que nos ocupa, asistimos a una amplia, seria, meticulosa, solvente, documentada y extenuante narración de los últimos estertores de la República romana, con el hilo conductor de la polarización creciente entre dos personajes que ya en su momento se convirtieron en auténticos símbolos: de un lado, Julio César, hombre de acción, ambicioso, epicúreo, astuto, populista, flexible como cualquiera que aspire a llegar a la cúspide del poder (o mantenerse en ella); del otro, Catón el joven, intelectual estoico, tradicionalista, defensor de las esencias de la Roma de los padres, rígido como una tabla, pero no por ello menos dispuesto a librar batalla por sus principios, a veces con tretas no demasiado honorables (como la de perorar durante horas en el Senado para impedir que se tramitase una propuesta legal). De hecho, es precisamente esta renuencia a adoptar nuevas estrategias en un contexto móvil como el de la primera mitad del siglo I a.C. –tan opuesta a la actitud de un Cicerón, que si por algo se caracterizaba era exactamente por lo contrario– lo que Josiah Osgood apenas llega a reprocharle a quien, con su suicidio, se erigiría para la posteridad en modelo perenne de integridad y coherencia. Al que, tras su victoria en Munda, llegaría a hacerse nombrar dictador perpetuo, en cambio, el autor no le reserva un trato demasiado deferente (sin duda, porque no lo merecía). En cualquier caso, las culpas son compartidas: “El empecinamiento de Catón y sus amigos había servido a César y a Pompeyo para justificar el uso de la violencia. [...] Por su parte, César, al convertir el consulado en un cargo mucho más independiente del Senado de lo que había sido nunca, erosionó la capacidad de la cámara para dirimir eventuales disputas. [...] Juntos, estaban socavando la República” (pág. 157).
Sin embargo, no hay que llamarse a engaño: contra lo que podrían dar a entender el título y el propio argumento de la obra, su tema no es tanto la confrontación entre dos individuos (por muy idiosincráticos que fueran, ¡y cómo lo eran!) cuanto el poner de manifiesto “hasta qué punto puede hacer estragos el partidismo” (pág. 22), o mejor, cómo la incapacidad para dialogar y llegar a acuerdos básicos, incluso al precio de dejarse algunos pelos en la gatera, puede acabar desencadenando peligrosas espirales dialécticas y, en no pocos casos, violencia e incluso guerras. A la postre, la moraleja de César contra Catón es que la discordia es una bestia peligrosa a la que conviene mantener encerrada bajo siete llaves, porque una vez liberada de su jaula puede acabar por devorarnos.
¿No nos resulta esta advertencia extraordinariamente familiar? Por mucho que la situación económica y social de nuestro país no sea ni remotamente comparable a la de la Roma del siglo I a. C., en no pocos aspectos en la España del siglo XXI sí se dan factores concomitantes: la corrupción institucionalizada, la cínica inmoralidad de la clase política, el uso torticero de los procedimientos administrativos y judiciales en beneficio propio, la agresividad verbal de unas élites irresponsables... Cierto es que ya no tenemos que padecer la parálisis recalcitrante de un sistema moribundo como el que sostenía la (y a la) oligarquía romana; están mal vistas la guerra como método para el saqueo sistemático de terceros países y la violencia para amedrentar al adversario político; y, sobre todo, el respeto a los derechos individuales se ha convertido en un non plus ultra de un sistema que, con todos sus múltiples defectos –y por mucho que se empeñen en afirmar lo contrario los adversarios de la democracia liberal–, sigue siendo el menos malo de los que hayamos podido padecer (¡o disfrutar!) en cualquier otro momento de la historia. Aun con todo, sí se detectan signos preocupantes de una deriva que, una vez iniciada, no es fácil detener: y, como demuestra la historia, el nuestro no es un país que se caracterice por su capacidad para apaciguar los ánimos una vez entran en combustión. Com advertía Erasmo, “impío es quien desdeña la paz” y la convivencia cívica, e irresponsable quien, jugando con el fuego de las palabras y los gestos, las pone en peligro.
Si alguna utilidad puede tener la lectura de César contra Catón, más allá de refrescar nuestros conocimientos acerca de la antigua Roma, es la de constatar que el ser humano es una criatura con una extraordinaria capacidad para cometer los mismos errores una y otra vez (sin duda, porque su naturaleza profunda es más poderosa que su capacidad de contención). Y es que, como reza el aforismo, “si el hombre es el único animal que tropieza dos veces en la misma piedra es porque, para él... no es la misma piedra”.
[Publicado en Culturamas]