Conrad y el sentido de la aventura



Desde los inicios de la historia de la cultura de Occidente, el tema de la aventura ha sido, quizás, el más propiamente literario: desde Homero y los poemas épicos de la Grecia arcaica, la aventura (real o ficticia, sagrada o profana, heroica o cotidiana) ha sido considerada por autores y lectores como un asunto digno de ser alabado en cantos y narraciones, fábulas y epopeyas, novelas y romances. El relato de una aventura describe el itinerario simbólico de la iniciación a la vida (desde Ulises a Perceval, desde Wilhem Meister al joven Törless), la cual conmemora el narrador con la intención de abrir los lectores una rendija de esperanza para su propia experiencia individual: he aquí el atractivo que ha ejercido la literatura de aventuras sobre el público de todas las épocas.

Esta dimensión universal del relato de aventuras se conserva con toda su fuerza en las narraciones breves del escritor polaco, nacionalizado británico y anglófono de pies a cabeza, Joseph Conrad (1857-1924). De entre estas destaca su magnífico El corazón de las tinieblas (1902), pero también Tifón (1903), La línea de sombra (1917) y Una historia (1925). Todas comparten una misma estructura temática: la rememoración de una aventura en la que el protagonista ha vivido el vértigo de la propia muerte como una condición necesaria para el conocimiento del sentido de la existencia. La vivencia de una situación límite, en la que todos los valores establecidos se tambalean bajo la presión de la amenaza de la aniquilación total (un tifón, un naufragio, un viaje río arriba a través de una selva agreste), abre el acceso a un conocimiento inusual de la miseria humana, del castigo y del sufrimiento; en otras palabras: a la sabiduría. Precisamente por tratarse de un conocimiento velado a los ojos de los que no han aceptado el riesgo propio de la aventura (los cuales, en este sentido, son ignorantes, no-iniciados), se requiere del individuo la experiencia radical de su propia destrucción: es decir, sólo porque el aventurero ha aceptado inmolarse en la monstruosidad abstracta del horror, le es concedido contemplar la única verdad profunda de la existencia: la transitoriedad de la vida humana, su destino mortal.

Los personajes de las narraciones de Conrad han vivido todos ellos esta experiencia iniciática de la muerte, lo que les ha dado una perspectiva de la vida humana totalmente inédita para el común de los mortales (a excepción de los enfermos y accidentados que se han librado de un fallecimiento anunciado como cierto). Sin embargo, el Kurtz de El corazón de las tinieblas es quizás el paradigma del hombre que ha sido ganado por la fascinación de la muerte, por la seducción de su rostro incomunicable; por el contrario, Marlow ha rehuido esta atracción brutal por la disolución y, por eso mismo, es quien ha sido llamado para transmitir el testimonio de la experiencia virtual de la muerte. Porque, efectivamente, de la muerte sólo podemos tener una imagen virtual (no podemos, claro, morir en vida), un simulacro que debemos aceptar en su violencia como aquel límite más allá del cual no podemos hablar.

En cierto sentido, la muerte es un símbolo que anula todos los símbolos: la ausencia de significados útiles, la negación de toda posibilidad de integrarse como una parte más de la vida, la imposibilidad -en fin- de que todo sea posible. Quizás por este motivo, aquellos que han estado a dos pasos del abismo de la muerte, no pueden decir sino que "han vuelto a nacer": no mencionaremos el nombre de la muerte en vano. Los efectos de la aceptación radical de la condición finita de la vida humana, por otra parte absurda para quien no se ha arrojado en brazos de la propia destrucción, ofreciendo el tributo del amor propio y del orgullo, son evidentes en los protagonistas de los relatos de Conrad: "Me siento viejo", dice el joven capitán del vapor Melita en La línea de sombra, después de haberse hecho cargo del barco en medio de una epidemia de la tripulación mar adentro; "nuestros ojos cansados ​​miran inmóviles esperando algo que ya ha pasado", dice Marlow en Juventud. En todos los casos, la brutalidad de la experiencia del conocimiento (que es testimonio de la profundidad y riqueza de la aventura, la cual sólo abarca su significado iniciático cuando lleva los hombres hasta el límite de su capacidad de resistencia) permanecerá indeleble en la memoria, como la huella del destino mortal que comparte toda la humanidad.

En una época como la nuestra, hombres del siglo XXI, que hemos despreciado (salvo contados casos) la dimensión existencial de la aventura, que se reduce en nuestros días a una parodia grosera en los llamados deportes de riesgo y los programas de las agencias de viajes organizados, volver a leer Joseph Conrad significa recuperar una tesitura espiritual para la que, tal vez, ya hemos perdido toda esperanza. Sea como sea, cuando el globo terráqueo puede ser recorrido en pocas horas de avión y ya no quedan continentes por descubrir, cuando los desiertos son un pretexto para organizar carreras de coches y empezamos la conquista del espacio buscando espacio libres, tal vez ha llegado la hora de emprender la aventura más difícil: la del viaje hacia el corazón de nuestras propias tinieblas, para las que no hay guía ni plano que nos pueda librar de nuestras responsabilidades.


(Publicado originalmente en catalán, en 1994, y luego en castellano en Uroboro)