En un cuchitril de San Petersburgo, una voz pálida, fosforescente, relata la teoría y la práctica de la infamia: son los textos de Fiodor Dostoyevski El subsuelo y A propósito de la nieve sin cuajar, articulados en esa unidad de sentido que conceden las desgracias cuando no vienen solas. Confinada en el gulag de su lucidez, infectada por el exceso de inteligencia (“ser demasiado consciente es una enfermedad”), la voz desgrana uno a uno todos los argumentos que refutan desde la raíz la Escatología del Bien que, antes y ahora, chantajea a los hombres desde el nacimiento.
Mirando hacia atrás, con la ira y la ternura mezcladas a partes iguales, afónica por el esfuerzo conmemorativo, la voz, sin embargo, no puede dejar de recitar, a gritos, la salmodia que borra los esfuerzos de los teólogos de la ciencia por calcular el final de la espera y el principio de la resurrección de los cuerpos. Y es que hablar es su única fuerza, hablar por no callar, por y para delatar el canon de la civilización, por y para desafinar la música de las esferas. Hablar incesantemente como culminación de un proceso de economía de los conceptos: “¿Qué puede hacerse si la misión única de todo hombre inteligente está en la cháchara, es decir, en la consciente e inútil pérdida de tiempo?” Hablar es derrochar: gastar sin obtener nada a cambio. Ni siquiera esa magra compensación de la catarsis. La voz no depura nada: todo lo aprovecha.
Pero, frente a la cháchara consolatoria del profesor en el aula, del ama de casa en el mercado, de los periodistas en todas partes (consuelo en cuanto certeza, fuerza, terquedad), la voz de San Petersburgo significa la derrota de todos los valores de consuelo, esperanza, salvación. La voz no espera, desespera: se desespera de sí misma, de la lucidez que la atenaza, de la que no se puede refugiar porque le proporciona, a la vez, el veneno y el antídoto por el que el cuerpo hablante se corrompe y, más allá del dolor, se conserva en estado de supuración, de latencia. Hablar es la paradoja de la caída: como el Jean Baptiste de Camus, el relato del pecado no conduce a su expiación, sino al goce de condenarse por despecho.
“¿No habrá en el mundo algo que sea, en efecto, más preciado para cada hombre que sus mejores beneficios?”, se pregunta la voz (me pregunto yo).
Mientras creía, o aspiraba a creer, que mi bienestar consistía en orientar mis acciones hacia la vida buena (bondad, belleza, verdad), discriminando todo cuanto atentaba contra la integridad de mi haz de valores, se gestaba en mí el deseo, secreto, obsceno casi, de derribar cuanto había levantado con esfuerzo, de volver a caer incluso, para anegarme nuevamente en el vasto campo de la indecisión. Esta tentación, que crecía de manera proporcional a la proximidad de la felicidad, me apartaba constantemente de mis propósitos de enmienda, y me condenaba a ver rodar la piedra de mi dicha justo cuanto más cerca estaba de coronar la cumbre. Así, “cuanto mayor conciencia tenía sobre el bien y todo lo bello y lo sublime, más hondo descendía en mi charca”.
Sin embargo, con el paso del tiempo llegué a convencerme de que, tras el fracaso de todos mis deseos, se ocultaba un deseo mucho más incisivo, más brutal y difícil de consolar, que el del confort del cálculo y la dicha, y era precisamente el deseo de desear, esto es, de no dejar nunca de aspirar a la satisfacción. Ese “impulso interno, superior a todos mis intereses”, consistía precisamente en “destruir a cada instante todas nuestras clasificaciones, todos los sistemas compuestos por los amantes del género humano para la dicha de la humanidad”, de manera que en la frustración hallaba un estímulo para reemprender la marcha hacia el éxito (esta vez, sin embargo, se trataba de un éxito sutil, paradójico, ya nunca más asociado a la armonía, sino al dolor de la lucha, la caída y el subsuelo).
“Quizá toda la meta de la humanidad en la tierra radica en esa misma continuidad del proceso de consecución, o dicho de otro modo: en la propia vida y no en el fin”. Para escándalo de los te(le)ólogos, había descubierto que el hombre no posee en su vientre el germen de Dios, ni la voluntad de actuar para alcanzar su bien, sino que prefería mil veces sufrir los reveses de la fortuna, el castigo por sus faltas e, incluso, la condenación eterna, antes que caer esclavo bajo el dominio letal del tedio, de la perfección redonda del ser. Había descubierto que el hombre no se conduce movido por la esperanza de lo mejor, sino por la pasión de lo peor. A partir de entonces, empecé a sentir una simpatía casi animal por los jugadores, los aventureros y los saboteadores. Existe un goce extraño, una delectación morbosa, en el fracaso: sin duda, porque nos permite reconciliarnos con un universo abierto, pero también por la posibilidad de conocer el tejido inmundo del subsuelo, de nuestro subsuelo, implícita en las grandes derrotas.
El ganador es un ser precario, que sobrevive expuesto al albur de los monzones y las tribus enemigas; el perdedor, por el contrario (y si es el perdedor nato, el adicto al juego, mejor todavía, pues su derrota no se consuma frente a un poder humano, sino fantasmal: matemático), posee la certeza de su bajeza, el éxtasis de su propia miseria.
En la desesperación suelen existir los placeres más intensos, sobre todo cuando se reconoce que la situación no tiene salida posible. Llegar a una situación sin salida es tanto como recuperar un mundo sin entradas; es decir, perder es ganar el subsuelo: “No quieran honrarme con su atención, pues no pienso humillarme. Tengo mi subsuelo”. Y el subsuelo es el humus fundamental que nutre las raíces de los árboles magníficos de la ontoteología y las ciencias (puras y, también, impuras), el grado cero de la inteligencia, la asíntota racional a partir de la cual todos los valores se combinan en función de la X.
Pero el subsuelo, aun siendo fundamental (porque otorga el salvoconducto para plantar el fundamento: cualquier fundamento), a) no es fundamentado, sino carecería de relevancia; b) carece de autoridad, sino sería vulnerable y, a su vez, subvertido por una instancia más infame todavía; y c) no puede ser utilizado como criterio de legimitación de un discurso frente a otro, y menos todavía de un acto contra otro, pues subsiste y persiste en todo discurso y todo acto: minándolo desde abajo, poniendo entre paréntesis su ambición de hegemonía, caricaturizándolo.
El perdedor se deja conquistar por el subsuelo, se mezcla con él para permanecer en contacto con la experiencia primordial de la desposesión, de la polémica de las oportunidades y el fin dudoso de todos los proyectos.
“La amargura tornábase, al fin, en vergonzoso y maldito dulzor y, en último término, en franco y hondo placer”. Así que, cuando el hombre fracasa, gana lo que pierde porque pierde lo que gana: el subsuelo concede la seguridad de que nada es seguro, la certeza de que no existen certezas y el placer de que la felicidad más sublime es el dolor de ser infeliz.
El subsuelo es el terreno natural de la paradoja.
(Publicado en Uroboro, antes de mi conversión al cristianismo)