Contra la educación



«¡Educación, educación, educación!», claman como solución a todos los problemas. Del futuro, se entiende.

 

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La fe en la pedagogía se parece demasiado a la que se tenía antiguamente en la magia como para denominarla de otra manera.

 

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Los inductores de Mayo del 68 atacaban a la escuela, acusándola de todos los males; sus hijos la defienden en Mayo del 21, confiándole su solución casi en régimen de monopolio. Imposible no ver en esto una suerte de desquite generacional.

 

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«No sé cómo hemos llegado a concebir la disparatada idea de que una clase aprenderá mejor si todo el mundo aprende lo mismo al mismo tiempo, como si una clase fuese una fábrica» escribió John Holt en El fracaso de la escuela (1967). El año que nací yo, quién sabe si para tomar el testigo.

 

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La casta profesoral se ve a sí misma como la redentora de la humanidad. «¡sin educación no hay futuro!»… olvidando que, con ella, estamos sufriendo este hórrido presente desde hace décadas, quizá siglos.

 

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Para comprender que la escuela moderna reproduce, punto por punto, los principios, los métodos y los fines de la institución penitenciaria, no hace falta haber leído a Michel Foucault: basta con haber sido niño…

 

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Con una mano, el progreso te incita a desconfiar del pasado y la tradición, en aras a la pureza inaugural del presente y la libertad del individuo soberano; con la otra, te acusa y castiga por no someterte a la autoridad del docente de turno. ¿Cómo va a funcionar una cultura basada en este desgarro esencial?

 

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“Etimológicamente, educare procede de ducere, es decir, de conducir: agarras a alguien por el cuello y lo llevas a donde te parezca” (Roberto Rossellini). La vocación secreta de los pedagogos es la de domadores.

 

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La educación moderna, basada en el modelo del «teatro italiano» (un locuaz actor frente a su público cautivo y mudo), da por supuesta una estructura unidireccional de la información: el que profesa emite un mensaje y el que le contempla lo recibe tal cual. sin derecho a réplica. Es una quimera esperar de esta dinámica otra cosa que desinterés por parte del auditorio.

 

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Hay maestros que no profesan y profesores que a duras penas se pueden calificar de maestros. Sólo en casos contados (e inolvidables) ambas figuras se dan la mano.

 

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El otro día vi un reportaje sobre un profesor que, gracias a las redes sociales, se ha convertido en influencer. Imagino que sus alumnos no darán crédito.

 

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(Casi) nadie es profeta en su tierra ni maestro en el aula.

 

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Enseñar es mostrar, mejor aún: no ocultar. Tender el dedo. Y que la vida saque sus conclusiones.

 

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Siempre que oigo la palabra «inculcar», mi cabeza la traduce por «conculcar».

 

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Con YouTube y sus tutoriales, la masa ha descubierto que sabe más de lo que creía, y que puede compartirlo sin someterse a tutelas ni tutías. Frente a esa realidad, las instituciones educativas ya sólo pueden ofrecer… títulos.

 

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Contra la utopía de la educación, ambiciosa empresa de reconfiguración de las mentes en nombre de los más altos principios, cabe defender el valor del aprendizaje, esta sí, una constante de la naturaleza humana.

 

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Educar se viene haciendo desde hace unos siglos; aprender, desde el origen de los tiempos. Puestos a elegir, yo lo tengo claro.



(Publicado en La condición humanista y, anteriormente, en Culturamas)