Si Hölderlin aseguró que "lo que dura, lo fundan los poetas", es probable que Andrés Trapiello se conformase con una versión menos ambiciosa (o presuntuosa) de esta frase, tal vez: lo que dura, lo reflejan los poetas. Ante todo, porque lo captan, lo acogen y, sólo después de cerciorarse de su carácter genuino, cierto, lo vuelcan en un papel en versos fijos, pulidos y esplendorosos. ¿El poeta como un copista? Tampoco tan poco, pero casi que así.
Que Trapiello ve a los poetas como siervos de una fundación exógena, y no como creadores, puede avalarse con su percepción de los mismos como traductores de la luz... a despecho de que la luz "es siempre intraducible" (El traductor)... y aunque, tal vez, esté pensando en algo aún más humilde, tal que traductores de las cosas iluminadas. Pero no enmendemos la plana al poeta, pues si él se ve a sí mismo como un servidor, ¿qué papel le espera al crítico de ocasión, en la comedia? Quizás el de su limpiabotas... o el de mozo de espadas de la faena ajena.
La modestia del poeta queda clara desde los últimos versos del primer poema de esta Segunda oscuridad: "No me importa, poema, quién te escriba / ni cuándo ni en qué sitio, / ni si fuera yo" (Mesa). Desde luego, no comete Trapiello el atropello de afirmar que el poema se escriba a sí mismo... hasta ahí podíamos llegar. Pero sí que se hace presente, en todo momento, el estupor de escribir, que es el mismo que el de estar vivo. Con ojos perplejos, el poeta parece existir (y existirse) en un éxtasis de impresiones parpadeantes, de raptos efímeros en los cuales algo quiere hacerse visible ‒una recóndita armonía, puede ser‒ y, muy de tarde en tarde, se viste de piel, de aroma o de carne. Una paloma torcaz, unas lilas, incluso una mota de polvo en la que el Andrés con casi sesenta se abisma, en una suerte de metempsicosis machadiana, en el Andrés de ¿diez, doce, catorce?, le bastan y sobran al poeta para acceder a una experiencia, no importa si trascendente o inmanente, pero en cualquier caso significante: poética.
No es gratuita la transubstanciación del poeta en ese infante que camina por la nieve de la edad ("Si digo corazón, digo el poeta / contando maravillas como un niño / después de su primer día de escuela", precisa en Sin diccionario), pues algo hay en esa experiencia primigenia de seísmo crónico (aunque no crono-lógico), de trasvase epocal. Si el canto de un pajarillo es capaz de "sacar el tiempo de su horma" (Jilguero), de acuerdo con un inesperado efecto mariposa, ¿qué no logrará un solo recuerdo propio, exhumado del pasado como un dintel grabado con virgiliana inscripción? Esas súbitas apariciones de lo temporal ‒que sólo por abuso llamaríamos ucronía o acronía, pues son tiempo puro, vida completa‒ se erigen en ocasiones propicias para la revelación poética... y cabe decir que, para Trapiello, es probable que ya no haya otras: es lo que tiene estar en posesión de una voz propia (otra forma de horma).
"Con fe no muerta en la rosada aurora / y en el vasto confín inexplorado" (Cuando moría), parece vivir Trapiello, atento a los signos que le brinda la realidad aparente para poder acceder, de su mano, a la realidad fehaciente de algo así como un presente perpetuo: el de las plantas, las aves, los meteoros y, ocasionalmente, también el de los hombres iluminados: "a veces sucede, sí, que no / mueren los muertos ni las sombras pasan" (En la muerte de Fernando Pérez). A esa permanencia imperturbable parece convocar, con queda voz, el poeta cuando deambula por las calles y se deja mirar, cara a cara, por la luna; o cuando interroga a la hoja de un árbol que duerme, seca, entre las hojas de un libro; o al contemplar al abejorro que se empeña en estrellarse contra el bulbo brillante de una bombilla. Siempre subyace, en todo lo que vive y hace, esta especie de consigna o de divisa: "Todo lo que será, está siendo" (Cabañuelas), que también podría ser: todo lo que pasa, no pasa, ni lo que ocurre se escurre. ¿Y qué más alta tarea para un hombre que la de captar, y volcar en un papel, esas briznas deletéreas de la más sencilla eternidad? No, al final el poeta Trapiello no era tan humilde, ni tan modesto: su quehacer cotidiano, insomne y veraz, se le antoja a este lector un empeño titánico. Y ‒por mucho que moleste a ciertas "gentes de paso" (Lámpara, insectos)‒ poética, vital, humanamente necesario.