La cultura moderna es enemiga de los límites: los aborrece, les declara la guerra y, cuando superado uno se encuentra con otro en su loca carrera hacia la nada, redobla su arremetida siempre en busca de… ¿qué? De hecho, los grandes héroes fundacionales de la Modernidad son todos ellos transgresores de la norma consuetudinaria, sea esta buena o mala, eso da igual: tras la égida de Prometeo desfilan el genio incomprendido, el audaz pirata, los románticos bandoleros, el artista maldito… incluso la adúltera cobra un aura de individualidad que no se le reconoce a la casada, presa –se cree– de las convenciones y la inercia que todo lo adormece. Al final, la propuesta se resume en una ingente dosis de orgullo mezclada con no poca ingratitud respecto tanto a lo heredado como a lo convivido: el infierno son los otros porque me impiden acceder a lo que yo quiero y (¡ay!) merezco. Solo una mentalidad profundamente agresiva y violenta puede percibir con agrado, e incluso aspirar a encarnar en su vida los eslóganes con que la publicidad (coágulo del espíritu del siglo) bombardea día y noche a la inerme población: “¡Rebélate!”, “¡Rompe las barreras!”, “Los límites de tu mundo son los límites de tu deseo”…
Con esta mochila a cuestas, se entiende que mentar la contención como una virtud a defender sea recibido con una mezcla de risa y estupor. ¿Cómo? ¿Retener el primer impulso, silvestre y espontáneo, fuente de toda verdad? ¿Someterlo a examen, sopesar si procede darle curso, es preferible envainárselo o, en el mejor de los casos, amortiguar su impetuosa irrupción? ¡Vade retro, Satanás! Para el sujeto moderno, que se quiere creer plenipotenciario y con derecho a todo (¡al Todo!), cualquier traba es vivida como un desgarro; cualquier moderación, como tortura.
¡Qué dramático contraste, si lo comparamos con el sujeto clásico, todo orden, armonía, y ponderación! “Sophrósyne”, llamaban los griegos a la capacidad humana de someterse voluntariamente a un férreo control de las emociones desbordadas, las cuales eran percibidas como origen de todas las desgracias. La “virtus” consistía para los romanos en un sabio cóctel que incluía la prudentia, la iustitia, la temperantia y, solo si se sometía antes a ellas, la fortitudo como coraje bien entendido. Fruto maduro y logrado de este legado llegamos a la “templanza” cristiana, la cual, según el Catecismo vigente (para no exponerme a realizar aseveraciones aventuradas), es “la virtud moral que modera la atracción de los placeres y procura el equilibrio en el uso de los bienes creados. Asegura el dominio de la voluntad sobre los instintos y mantiene los deseos en los límites de la honestidad”.
Vemos, pues, que los tres vectores que conforman la identidad occidental hasta los albores mismos de la Modernidad inciden en la importancia de mantener bajo severa vigilencia las llamadas “pasiones”, sinónimo de exceso y abuso sobre el prójimo, pero también sobre uno mismo. Así, los siete pecados capitales incluyen tanto aquellos que ponen en riesgo la integridad de los demás (la ira, la lujuria) como los que solo atentan, en principio, contra quien les da cobijo (la gula, la avaricia, la soberbia, la envidia, la pereza). En cualquier caso, la transgresión de los cauces de la moderación supone una auténtica amenaza, ya no solo de índole moral, sino social: el desmesurado, el incontinente, el desbocado, tras sus variopintas máscaras, introduce en la vida colectiva un elemento de distorsión que, en sus modalidades más irónicas (el locuaz demagogo, el caudillo demencial), puede acabar arrastrándola hasta el abismo. ¿O no podemos tildar de intemperantes (soberbios, iracundos) a los que se erigen en conductores de masas, aspirando a dirigirlas hacia una supuesta felicidad colectiva (y de perezosos a quienes les siguen?).
Las consecuencias de dos siglos largos de Modernidad, y sus cantos prometeicos a la desmesura, están a la vista de todos: el egoísmo enfermizo arrasa con la convivencia, las pasiones más bajas embrutecen a la juventud, la violencia campa a sus anchas, el caos es el amo. ¿No ha llegado, quizás, el momento de ponerle puertas al campo, ajardinarlo, recobrar la mesura como fuente, ya no solo de paz, sino de placeres? Sí, defiendo el valor de la contención como goce supremo: quien se domina a sí mismo es mucho más fuerte que quien no es capaz de hacerlo (una idea clásica incluso formulada en estos términos): la principal batalla la hemos de librar contra nuestros instintos más primarios, a los cuales la cultura elevada y la dulce sociabilidad ya habían logrado ponerle diques, antes de que todo estallase por los aires con la moderna “inversión de todos los valores”. Frente al culto sistemático al canalla, al transgresor, al delincuente, contra la vikinguización de la vida (convertida en una nueva selva donde todos combaten contra todos para satisfacer sus más inmediatos apetitos), postulo el retorno al ideal del cortesano, todo suavidad, finura, recato e incluso pudor. Urge recuperar los protocolos, los rituales, las ceremonias tasadas: abandonar el desaliño en el trato cotidiano y apostar por la sabia canalización de los impulsos, refrenándolos con la dulzura del código compartido. De ello no tiene por qué derivarse una mecanización de la expresividad personal, sino su alegre sublimación en forma de normas tácitas y cómplices autolimitaciones.
Acabaré con Baltasar Gracián quien, en la crisi XI de El criticón, ensalzaba con estas palabras el valor de moderación en todos los órdenes de la existencia: “Continencia: en ella se halla el contento verdadero, la vida, la salud y la libertad. El que se contenta con una medianía, ese vive. El manso de corazón posee la tierra: desabrido se le propone el perdón del enemigo, pero ¡qué paz se le sigue y qué honra se consigue!”.
[Artículo publicado en Entreletras]