De manera inveterada, los humanistas solemos complacernos en la evocación de grandes conceptos (para ciertos oídos, vacuos y altisonantes; plenos y fecundos, para los nuestros) que deberían guiar la existencia de cualquier ser humano. Son esas palabras redondas, refulgentes, sempiternas -honestidad, decencia, respeto, confianza, generosidad, recato… ¡dignidad!- las que tachonan el cielo del hombre que aspira, ya no a la excelencia (la cual parece implicar salirse de lo que eres para acceder a algo que no te concierne del todo), sino a un estado de coincidencia absoluta entre lo que se quiere y lo que se tiene, el yo y los otros, el pasado y el futuro… una paz, una permanencia, un estar en el ser, sin fuerza ni esfuerzo: una conciliación final.
Admito que, a lo largo de mis cincuenta y seis años de vida, he conocido pocas personas que irradiaran ese aura extraña, un tanto sideral, tal vez por mi propia torpeza: ¡es tan fácil dejarse distraer y confundir por las omnipresentes nimiedades y los óbices presenciales! Sí las he encontrado, en cambio, en el arte, y a espuertas: en retratos pictóricos, escultóricos y fotográficos, en protagonistas de novelas y epopeyas, en efigies cinematográficas… Como si lo mejor de lo humano, lo más sublime y al mismo tiempo lo suyo más propio, tuviera que residir a cierta distancia de la vida cotidiana, tan hecha al áspero roce y la brega sin cuartel. Pero nunca, jamás, he desistido de hallarlo en el día a día, encarnado en un ser de carne y hueso, respirante y transpirante, pues si una evidencia tan patente se me impone desde dentro, tarde o temprano tendrá que posarse, como un ave, en la rama de un afuera.
Ese ideal (no sé si “regulador”, como lo llamaría Kant con una sonrisilla un tanto escéptica) que se resiste a concretarse en forma empírica sí que, en cambio, encuentra fácil acomodo en las palabras: tan magnánimas son, que siempre acuden a nuestro auxilio. Por eso, imagino, sigo leyendo, escribiendo y conversando: porque es así como parece que me acerco a la que anhelo (lo cual no sé si me lo acerca o lo mantiene a lo lejos). En cualquier caso, humanista soy y nada de lo humano me deja indiferente; menos aún, ese horizonte existencial al cual todos, de un modo u otro, estamos llamados, y en el cual todos, sin excepción, debemos consumar la que quiera que sea nuestra esencia inmortal. Sí, las palabras -tan famélicas muchas veces que se nos deshacen en la boca como hongos podridos- son nuestra última esperanza, nuestro consuelo postrero: cuando los hechos se jactan de consumados, siempre comparece un adjetivo, un adverbio, una humilde interjección para contraponerle algún pero, un hálito de futuro, una última posibilidad de escape. ¡Santas palabras! Si en el principio fue el Verbo, ¿cómo no van a acompañarnos hasta el final, sea este la oscuridad de la fosa o el resplandiente Cielo?
Pues bien, de todas las palabras que llamo a socorrerme en esta mañana que avizora el fin del año, ninguna como bonhomía suscita en mí unas resonancias tan claras y reconfortantes. Para empezar, ¡qué sencillo se me antoja comprender lo que significa, sin ambigüedad ninguna, sin suelos deslizantes! Y, sin embargo, ¡qué impreciso, si me detengo a concretar su contenido! Más que un concepto connotativo, parece un campo magnético de innumerables denotaciones, todas risueñas. Repasando las notas que tomé al respecto (y releo en mi cuaderno) “en Sevilla, el Domingo de Resurrección, a las 21 horas”, por lo pronto se me ocurren estas, pero sin duda hay muchas más… infinitas más:
-una suave ironía respecto a la propia importancia, la cual nunca desembocará en la falsa humildad o la estéril autoconmiseración;
-una conllevanza en absoluto indulgente con los propios límites, incluidos vicios y defectos, en el bien entendido de que, por mucho que aspiremos a la perfección, siempre seremos criaturas volubles y un tanto deformes;
-de resultas, una infinita comprensión a respecto a los vicios y defectos de los demás, pues ¿cómo podríamos exigirles a ellos los que sabemos que somos incapaces de darnos a nosotros mismos?
-una sincera y perseverante voluntad por admitir y comprender, lo cual no tiene por qué implicar rendirse ante la barbarie ni justificar lo injustificable;
-un ejercicio moderado de la admonición por vía del ejemplo: enfundarse las virtudes a las que aspiramos, aunque sea como una segunda piel que no sabemos a ciencia cierta si acabará adhiriéndose a la nuestra;
-una sana curiosidad por todo lo humano, especialmente por sus fuentes, afluentes y meandros (la corriente principal salta a la vista, tan caudalosa es);
-un espíritu conciliador (que no “sintético”) de los falsos contrastes, los antagonismos sobrevenidos y las dialécticas artificiales, sin olvidar que no todo debe subsumirse en un total, fuego de los infiernos;
-un rechazo decidido de los maximalismos políticos e ideológicos, así como de aquellos que, travestidos de religiosos, a duras penas logran ocultar sus intereses espurios;
Y, por encima de todas ellas, acogiéndolas en su seno, ese amor que, con distintos nombres, ha nutrido, nutre y nutrirá nuestra mejor estancia aquí en la tierra, entendido como desprendimiento, entrega y sacrificio a algo más puro, elevado y profundo que el propio interés egoísta. Cuál sea la naturaleza de ese amor, y cómo distinguirlo de otras pasiones de innoble estirpe, ya lo dejamos para otra ocasión.
[Artículo publicado en Culturamas]