La Modernidad no se agota en el cumplimiento del programa ilustrado de conquista del mundo por la razón, aunque bien es cierto que ésta es su inquietud más visible. Por el contrario, aquello que le es de algún modo consustancial consiste precisamente en la imposibilidad efectiva de su consumación (y la noción de progreso es la coartada que pospone la clausura del proceso al infinito).
Imaginemos entonces que la esencia de la Modernidad consista, no en la iluminación de las causas de lo real, sino en su escisión autoproducida: que la constitución de sus objetos indujera igualmente la nulidad de sus propósitos conquistadores en forma de antagonismo indisoluble. En tal caso, la Modernidad deviene la apertura del pensamiento a la oscilación de los conceptos (todo-nada, universal-particular, racional-irracional), de manera que todo incremento de la determinación lo es también de la atracción por lo indeterminado, la constatación de un fondo impreciso que se sustrae al cálculo.
Paralelo al desarrollo de la razón ilustrada, científico-técnica, e interior a su propio crecimiento, se despliega también su imagen inversa: como testimonio de la resistencia de las cosas a la plena transparencia (a la codificación total del volúmen y la textura de los objetos, a la descripción minuciosa de los procesos de creación y destrucción de la materia, a la experimentación frígida de la vida en las probetas), el avance de las luces arrastra consigo el de las sombras (la sensación de catástrofe, la evidencia del error y el ridículo). La esencia de la Modernidad es paradójica, puesto que en sí misma contiene el germen de su disolución.
Si el sentido de la Ilustración es ganar terreno a la incertidumbre de los acontecimientos, el del Romanticismo, su contraparte, es recuperarla para el espíritu, devolverle el poder a las tinieblas, contestar activamente al afán omnívoro de la razón científico-técnica. Si bien es cierto que a lo empírico se le opone lo ideal, a la finitud lo absoluto y al ojo corporal el ojo del espíritu (Friedrich), en modo alguno debe entenderse el Romanticismo como una reacción (dejando de lado algunas muestras del Sturm und Drang más exasperado) que pretendiera desmentir el dispositivo esquizoide implantado previamente por la razón, sino más bien como un movimiento reflejo que se alimenta parasitariamente de ella, ocupando sus espacios de indefinición en una diáspora estimulada desde las mismas raíces de la Ilustración.
El espíritu romántico asume, en el cisma (Keats) de la cultura occidental, los atributos previamente desechados por la maquinaria racionalista, de modo que carecería de sentido propio sino fuera como su reverso desgarrado y efecto secundario. En todo caso, Ilustración y Romanticismo, como modos dicotómicos de acceder a un mundo único, son a un tiempo excluyentes y complementarios, y en cualquier caso comparten el carácter sintomático de creación y destrucción de la tentativa explícita de componer una imagen afirmativa de su propio objeto.
El Romanticismo es el desván de la Ilustración, el cuarto de los trastos viejos donde ésta destina al reciclaje poético los desperdicios de su cirugía racionalista: en la ambición subjetiva de dominio del mundo, en cambio, persiste un enclave único en el cual se manifiesta la raíz común de uno y otra.
Mientras que la intervención en el mundo del sujeto ilustrado (científico-técnico) se realiza en términos de explicitación causal y previsión consecutiva, la del sujeto romántico (estético-lírico) promueve su acción a través de la creación artística. Y, sin embargo, en ambos casos se comparte un misma voluntad de arribar a ese monstruoso universo-multiuniverso-omniuniverso de Novalis, cosmos del número o del sueño, en el que se produzca al fin la reunificación monomaniática de lo real, devuelto a su presencia homológica primordial, a su carácter único.
Esta ambición de lo absoluto, común a la Ilustración y al Romanticismo (cuya expresión paradigmática, en el campo de los saberes, serían las vastas Enciclopedias de Diderot y d'Alambert, por un lado, y la fracasada de Novalis, por el otro), contiene en sí misma la invitación a la aniquilación. No sólo porque la realización total del progreso haría ociosa su continuación (de ahí el concepto, ilustrado en sentido amplio, de fin de la historia), sino por las fatales consecuencias que para cualquier proceso tiene la supresión de la alteridad.
La alteridad significa aquella dimensión que abre la posibilidad misma de la formación de un objeto cualquiera, el cual se diferencia tanto de lo que no posee determinación como de lo que presenta una determinación diversa. La violación del principio de alteridad por el avance heterófago de la identidad (la cual, en su cruzada de ocupación de la realidad, asimila su propia negación según la conocida fórmula dialéctica) condena todo proyecto absoluto a su radical nulidad, al vacío de lo absurdo.
Interesa llamar la atención sobre la vocación nihilista que Ilustración y Romantismo, como anverso y reverso de la Edad Moderna, asumen en su desarrollo de colonización total de la realidad (o mejor, de lo real como totalidad), pues si bien una y otro se articulan en cualquier caso en relación de exclusión recíprica, mantienen entre sí el deseo común de identidad absoluta (el ilustrado, capturando el mundo; el romántico, dejándose capturar por él) que los arroja a esa extraña versión del fracaso que significa el triunfo más rotundo.
En otras palabras, Ilustración y Romanticismo son dos caras de la propia cultura occidental constituyéndose en eje privilegiado del mundo, en cuya progresión acelerada se acentúa de manera directamente proporcional la atracción irresistible de abocarse al precipicio de la alteridad: allí donde el sujeto acaba víctima de la negatividad que le atenaza desde lo real mismo, desde el objeto.