"Todos los muertos que me han hecho posible me miran
desde el espejo".
Jesús Cotta
Se ha dicho ya, pero cabe repetirlo: el sueño del sujeto moderno es el de hacerse a sí mismo (autodeterminarse, lo llamó Hegel), cancelando cualquier deuda para con el pasado. Esta ilusión arranca con el “cogito ergo sum” de Descartes y desemboca en la “epojé” husserliana, encontrando en el delirio del übermensch nietzscheano su epítome preclaro, y en todos los casos supone una refutación de la perspectiva clásica, según la cual todo lo esencial ya ha sido dicho y solo nos cabe recibirlo, cuidarlo y transmitirlo lo mejor posible a las generaciones venideras.
Esa idea misma, la de la tradición, es la gran bestia negra de la Modernidad; de hecho, no hay ejercicio más moderno que el de hacer tabula rasa con el pasado, siendo las vanguardias estéticas su cara más virulenta, aunque también la más paródica: “hay que ser absolutamente moderno”, dejó escrito Rimbaud, en una frase en la que salta a la vista el carácter imperioso, casi totalitario de su vocación heurística, la cual encuentra un tétrico eco en la constatación, por parte de Freud, de que es con la “muerte del padre” como el individuo accede a su plétora personal.
Nacer hoy, no deberle nada a nadie para, así, poder definirse libremente, sin condicionantes, como en una pizarra en blanco... ¡Qué fantasía! El mero hecho de estar vivo ya es un préstamo vitalicio que nunca podremos acabar de resarcir; debemos gratitud eterna a nuestra madre por que no nos arrojara al río nada más parirnos... por no hablar del sinfín de desvelos y cuidados que hemos sustraído a nuestros progenitores (quienes lo son, lo saben) para poder llegar a adultos.
Si nuestra existencia material resulta inconcebible sin el concurso de terceros, quebrando así la quimera de una fundación ex nihilo, ¿qué decir de nuestra identidad personal: nuestras opiniones, nuestros valores, nuestros sueños, incluso nuestros propios deseos? Sin llegar al extremo de los constructivistas, que lo estiman todo socialmente determinado, pero tampoco al de Mark Twain cuando, en ¿Qué es el hombre?, niega cualquier opción para la originalidad, nuestra naturaleza lingüísticamente mediada nos arroja a un espacio en cualquier caso dialógico e históricamente circunscrito, donde cualquier opción para el cambio (¡por no hablar de la innovación!) para necesariamente por la asunción, deglución y transformación enzimática del legado recibido.
Con estos antecedentes, por todos conocidos, el concepto de “apellido” parece revestirse de una luz especial: ya no supone la mera filiación filogenética con efectos legales más o menos limitados, sino que acarrea una ontogénesis dramática para el adanismo moderno. Somos en cuanto antes otros han sido, y no unos cualquiera, sino aquellos que nos endosan un patrimonio (genético, en primer término) del cual solo en un futuro quizás no tan lejano podamos desprendernos. Sánchez, hijo de Sancho; Fiódor Mijáilovich, hijo de Mijáil: desde el primer día, nos constituimos en eslabón de una cadena que, hasta ahora, solo una desgracia podía romper, pues no se concebía tragedia más lacerante que la de sustraerse al cauce fluvial de una humanidad que toma y da, nunca retiene.
Pero para la Modernidad no hay ni debe haber nada imposible: contra la “maldición del apellido”, la expiación del rebautismo. ¡Ser uno mismo reinventándose otro! ¡Nacer de nuevo, de un día para otro, con otro apellido, borrando de un plumazo deudas y lastres! No otra cosa hicieron los emigrantes europeos que, al llegar a las costas estadounidenses, podían adoptar literalmente cualquier apellido para emprender una vita nuova en América: así, uno podía acostarse Van Holden o Wilamowitz y levantarse Smith o, por qué no, Lennon o McCartney... ¡viva la autodeterminación de apellido!
Estados Unidos, meca de la Modernidad, donde todo es posible porque nadie conoce (¡y mucho menos, recuerda!) a nadie, no es el faro del mundo por una conspiración judeomasónica o una sucesión de episodios más o menos azarosos, sino porque concentra y sublima el haz de rayos inspiracionales que libera el vasto proceso que empieza a finales de la Edad Media y no tiene visos de concluir: por el contrario, redunda en los mismos vicios... y si no, basta con leer los periódicos del día y sus noticias acerca de que tal cuadro ha sido descolgado de tal museo, o tal estatua retirada de tal calle, todo en aras de un presente que sigue, patológicamente, queriéndose erigir en piedra de toque, ya no de la contemporaneidad, sino ¡de la historia entera!
Los apellidos, ¡qué antigualla! Son casi un vestigio
evolutivo. Aún no me explico cómo no se ha establecido legalmente que
cualquiera pueda apellidarse como guste: por el momento, se contentan con que
elijas el orden, si así lo deseas... pero está al caer la “libre determinación
de apellido” como un derecho humano inalienable (mucho más fácil y económico
que la de género, vamos, ni punto de comparación); de hecho, si algo
caracteriza a la Modernidad es la extensión de los derechos del individuo hasta
el paroxismo, y el de nacer de uno mismo está al caer. ¿Qué digo? ¡Dicha
aspiración ya existe! ¿No se han enterado? Tomen y lean (con acento porteño):
Animate a ser tu propia madre y cuidá de vos embelleciendo y expandiendo tu vida. Llevate a pasear, date tiempo y perdonate, abrazate para recordar la importancia de siempre brindarte amistad y respeto a vos misma.
Aprendé a curarte, investigando lo que te hace bien, volviendo a conectar con la tierra, con el agua, con las plantas, con el viento. Date el espacio que le pedís a los demás y el cual admirás en esas personas que te inspiran.
Celebrate, poné esa música que te energiza, ese vestido que te hace sentir hermosa y conquistadora de oportunidades y valentías. Leéte antes de dormir y arropate para descansar bien tibia.
¿Basura virtual? Puede ser, pero no peor que la que devora
la mente del hombre posmoderno, narcotizado por un sueño de omnipotencia que
parece no conocer ni reconocer límite... Pero, ¿no lo hay? ¡Por supuesto que lo
hay! De hecho, a medida que avanza la investigación genómica se hace más
evidente que el margen para la (re)creación individual es, prácticamente,
folclórico: por muchas intervenciones de toda índole a las que nos sometamos, siempre
estará ahí, impávida e irónica, la marca del ayer, el apellido de la especie,
recordándonos que no somos casi nada si no en la medida en que aceptamos,
humildemente, que venimos de lejos, y que únicamente en tanto receptores de una
verdad ancestral podemos llegar a plantearnos, tal vez, la ambición de una
nimia aportación, valiosa en sí misma pero en cualquier caso insignificante en
el contexto de la colosal epopeya de la humanidad. Pero, claro, ¿quién está
dispuesto, en esta nuestra sociedad crepuscular y decadente, a admitir tanta
irrelevancia personal, pudiendo soñarse único, creado a y por sí mismo, sin
encomendarse a Dios (el único artífice) aunque tal vez sí al diablo, su banal
émulo eterno?
(Prólogo a R. Álamo (ed.), En el nombre del nombre. Decultura ediciones, Sevilla, 2022).