En nuestra sociedad, desquiciada desde hace tiempo por la gestualidad y el energumenismo, el activista goza de un extraño prestigio. Se le presupone una honestidad, unos ideales y una entrega a su causa que parece eximirle de cualquier sombra de sospecha. Un activista, además, por definición está del lado de «los buenos», o sea, de «los nuestros»: así, en cuanto pronunciamos la palabra activismo imaginamos que, por necesidad, sólo existe activismo de izquierdas, mientras que el de derechas sería poco más que una variedad de terrorismo: de ahí que el activismo proabortista se vea ornado de todo tipo de aureolas santas y el antiabortista, de un infame rosario de diabólicas sombras. Además, el activista se llena la boca de la palabra «derecho»… ¿y cómo va a ser malo alguien que está a favor de ampliar hasta el infinito nuestros derechos, aunque sea al precio de extender un manto de silencio sobre nuestros deberes, compromisos y obligaciones hacia los demás?
Sin embargo, es preciso poner pie en pared y meditar un poco sobre ello.
Partamos de la base de que, desde el momento en que el activista ha decidido «pasar a la acción», debe dejar de pensar. Un activista es alguien que se limita a actuar: deja atrás las dudas, la ambigüedad y la incertidumbre -consustanciales al pensamiento verdadero- y se atiene a una lista de conceptos sobre cuya validez ya no puede poner en barrena. Actuar siempre supone, de por sí, cierto tipo de miopía parcial, pero actuar bajo la égida de un ideal ya nos arroja en los brazos de la ceguera. No, el activista ya no reflexiona, ni analiza, ni (se) cuestiona sus valores, sus principios o sus creencias: tal vez si actúa sea, justamente, porque quiere dejar de pensar. Ha dado el paso de convertir sus opiniones en dogmas.
De ahí que todo activista se signifique por su impetuosidad verbal, la vehemencia de sus proclamas y el alarde de consignas ampulosas que a duras penas logran disimular la penuria de sus fundamentos. En cuanto comparece el activista, hacen mutis por el foro el filósofo, el pensador, incluso el mero ente pensante. Un activista tiene siempre algo de fanático «de lo suyo»: cuando emite un juicio, lo hace con el guión perfectamente aprendido, en el cual se repiten ciertas muletillas perfectamente predigeridas para ofrecer el aspecto de un discurso articulado.
Porque esa es otra: el activista no se conforma con dejar de pensar, sino que quiere hacerlo dando la impresión de que ya lo ha pensado todo. Un activista parece tener respuesta para cualquier perplejidad con la que se tope: no hay nada que escape a su mirada omnicomprensiva (la cual, si parece abarcar el orbe entero, es al precio de haberlo reducido primero, cual Procusto, al tamaño de su cerebro). De ahí la sobreabundancia de ‘estudios’, ‘informes’ y ‘documentos’ con los que se suelen pertrechar todos los activismos ante de saltar al ruedo. Se diría que, durante años, no han hecho otra cosa que analizar, y que ya se han agotado de hacerlo.
Pero el gran fraude del activismo es que la realidad siempre es infinitamente más compleja que el peor de sus sueños, y sus fuerzas desmesuradamente más débiles de lo que quisiera imaginar. Esa secreta conciencia que tiene el activista de la desproporción entre la visión que tiene del mundo y la percepción de su propia capacidad de transformarlo es lo que explica que, en no pocas ocasiones, el activista acabe dando el último paso, abrace la violencia como vía ‘legítima’ para la consecución de sus fines (los cuales, huelga decir, nunca pueden ser revisados, so pena de devolver al activista a su primaria condición de… pasivista) y se transforme en terrorista. De hecho, ya se han dado numerosos casos, en la historia del activismo reciente, de dicha transición: en la Europa de los años 60 y 70, muchos grupúsculos de ultraizquierda y algunos de ultraderecha acabaron poniendo bombas en estaciones de tren, mientras que otros activismos menos intrépidos se conforman con acosar al prójimo, destrozar el mobiliario urbano o perturbar la pacífica convivencia urbana con sus interminables marchas reivindicativas.
Nadie en su sano juicio negará que muchas causas que han movilizado a amplias capas de la población han reportado beneficios para la comunidad entera: las luchas contra la discriminación por cualquier motivo (racial, sexual, religioso u otros) son todo un ejemplo de ello, y hay que loarlo. De lo que aquí se ha tratado es de desenmascarar la radical indigencia racional que implica pasar de manifestarse púbicamente en contra de un abuso, a asumir el papel de redentor del mundo.,. un papel que, por desgracia, siguen dando muchas personas, a despecho de las pésimas consecuencias que suele acarrear para los demás, y para ellas mismas.
(Publicado en Uroboro y en Culturamas)