En una sociedad como la nuestra, donde la comunicación masiva e instantánea requiere de un uso urgente y poco escrupuloso del lenguaje, las mayores damnificadas son las grandes palabras. Conceptos mayúsculos y hermosos, preñados de sentido y de historia; vocablos venerables, que siempre se pronunciaron con recato y moderación, ahora corren de boca en boca (y de tuit en tuit) de un modo desconsiderado. Palabras como «belleza», «verdad», «patria» o «Dios», por mencionar sólo las más significativas, se han visto degradadas por un uso negligente, cuando no malévolo, por parte de una sociedad que parece no reparar en la importancia de extremar la cautela a la hora de apelar a ellas, pues sin las grandes palabras que plasman nuestros mejores valores nos vemos abocados a lidiar con sus pálidas copias: los prejuicios, los tópicos y las consignas.
Buena parte de la responsabilidad en esta deriva recae, sin
duda, en la publicidad, y no sólo la de naturaleza comercial, sino también la
de índole política. La necesidad de poner en circulación eslóganes efectivos (y
efectistas) que parezcan revestidos de dignidad y significado parece incitar a
los embaucadores a echar mano de los altos conceptos, con el fin de ganarse la
confianza del receptor de sus mensajes de un modo rápido y poco costoso. El
efecto dramático de este abuso ya no es sólo la difusión masiva de meras falacias
bajo el ropaje de un discurso biensonante, sino que esos mismos conceptos se
ven, de facto, inhabilitados para el uso que les estaba reservado: las grandes
palabras quedan, pues, secuestradas por los mercaderes de la mentira, los
cuales se apropian de lo más sagrado que posee una comunidad ˗su lenguaje˗ a
cambio de la gloria efímera de la compra o del voto (o de la compra del voto,
incluso).
A ello obedece el recelo, cuando no el abierto rechazo con que el ciudadano medio, insistentemente sometido a esta sistemática manipulación del lenguaje, tuerce el gesto ante las grandes palabras; a su fatigado oído ya le suenan a viejas, a sobadas, a andrajosas: ¿quién, al escuchar «belleza» o «verdad», no ha reaccionado instintivamente a la defensiva, apelando al carácter «relativo y convencional» de lo que, por su propia naturaleza, sólo puede ser absoluto y universal (al menos, para esa misma comunidad y, al menos también, durante un tiempo)? Es el coste de habernos dejado robar las palabras, saqueadas por la ansiedad comunicativa de los heraldos del poder.
Urge, pues, rescatar las grandes palabras de las manos de quienes se las han apropiado de manera ilícita, y devolverles su justo lugar en la sociedad (el más elevado), pues una comunidad que prescinde de ellas, y de todo lo hermoso y venerable que ellas vehiculan, está condenada a perecer ahogada en su propia vacuidad… si no lo ha hecho ya.
Y, ¿quiénes llevarán a cabo esa ardua misión? Los que fundan lo que dura: los poetas; ante todo, preservando las palabras del mal uso al que se ven sometidas, e inmediatamente después, infundiéndoles ese vuelo que nos permita avizorar de nuevo las celestes regiones, allí donde subsisten los grandes conceptos inmarcesibles que desde siempre han guiado la conducta humana: la bondad, la entereza, la honestidad, la justicia, la magnanimidad, la aspiración a la belleza, y tantas otras virtudes cuyos excelsos nombres jamás deberían haber caído en manos de los traficantes de oquedades. Desde aquí, alzo mi copa por ello.