Si hemos de tomar como verídica
la realidad que nos ofrecen los medios de comunicación (lo que implica, de
entrada, una elección muy arriesgada, pero habitual en nuestros días), se
podría pensar, tal vez ingenuamente, que vivimos en una sociedad donde todos
tienen opiniones. (Todos quiere decir: los que disponen de elementos de juicio
sobre un tema y los que no; opiniones significa: criterio formado sobre este
mismo tema sobre el que juzgamos).
La proliferación imparable de
las opiniones (cualificadas o no, parece no tener ningún importancia: las
opiniones son equivalentes entre ellas, de la misma forma que todos los votos
tienen la misma importancia para el recuento final) nos muestra un mundo donde,
quien más quien menos, cree tener su derecho a hablar. Hablar por hablar, la
cuestión es no callar, no permanecer al margen de (las opiniones sobre) los
acontecimientos que, se supone, tienen que preocupar a todos los ciudadanos.
Una ley del parlamento, la despenalización del consumo de droga o el último
fichaje futbolístico: el objeto de la opinión no es tan importante como el
hecho mismo de opinar.
Opinar es la forma que ofrece
nuestra sociedad, por lo demás muda para la articulación de una verdadera voz
civil, de integrarse en el discurso de lo que es noticiable; podríamos decir
que dar nuestra opinión ante un micrófono o en las redes sociales es, incluso,
la única forma de convertirnos nosotros mismos en noticia. Nada es real, ni
tiene entidad propia ni puede crear efectos, hasta que no es accesible a la
colectividad de opinadores, los cuales sitúan el evento (normalmente, polémico:
de esta forma, la opinión traduce sus efectos sobre la sociedad) en unos
términos mensurables y, de rebote, susceptibles de análisis, control y ulterior
neutralización.
El principio es el siguiente:
lo que no es transmitido (lo que no es susceptible de intercambio, de emisión y
de recepción), no existe (no tiene un espacio propio en la red comunicacional).
La paradoja, sin embargo, consiste en que la convergencia de las opiniones en
torno a los medios y las redes sociales (las cuales se han convertido en una
auténtica ágora invisible, en un nuevo coro griego) no detiene la dinámica
voraz del hecho-opinión, peligro-antídoto, sino que estimulan su hipertrofia.
Tuits, encuestas, cuestiones, sondeos, debates: los medios han ido cediendo
progresivamente el lugar de la noticia a la exposición de la opinión sobre la
noticia, hasta el punto de que se acerca el día en que los titulares de los
telediarios hablarán, no del evento X, sino de la opinión de A, B, C y D han
emitido sobre el evento X, el cual ni siquiera será necesario conocer en
detalle para comprender el alcance de sus efectos.
El derecho a hablar es el
derecho de los ciudadanos a pasar de ser puntos receptores en puntos emisores
de la comunicación: es la revuelta del público. La programación de las
televisiones dedica una gran parte de su tiempo a reunir a una serie de
personas que se han autoseleccionado para opinar sobre tal o cual tema de
actualidad. A veces, el debate televisivo parece una mera excusa para hacer amigos
y enemigos delante de la cámara: la televisión actúa entonces de fuente de
creación de sociabilidad, la cual, por otra parte, se ha ido desvaneciendo por
el progresivo aislamiento de las personas en las metrópolis. Así pues, la televisión,
las redes sociales, los medios de comunicación en general, crean una ilusión de
comunidad, la que empieza y termina en la pantalla, pero que tiene unas
consecuencias sociales y políticas indudables. Al fin y al cabo, la ideología
que se deriva de la gran familia de los espectadores no deja de ser
profundamente mesocrática, ya que favorece la equidistancia de todas las
opiniones independientemente de su fundamentación.
Contra la bulimia de la
opinión, hay que reivindicar el derecho a callar, vale decir: a no darse por
aludido, a ser indiferente a ciertos temas, a pasar de la confrontación de los
pareceres a la dialéctica de las ausencias. Y es que tras la tolerancia
aparente de las opiniones, existe un poso de incapacidad: la de dar y recibir
razones, la de escuchar y hablar con respeto, exponiéndose a abandonar la
propia instalación para abrirse a la itinerancia racional, siempre precaria y
susceptible de revisión.
Quizás un silencio con
contenidos, meditativo y lleno de sentido, sería una dieta recomendable para no
ser engullidos por el ruido mass-mediático que amenaza cuando pulsamos el botón
del televisor o del móvil, o abrimos las páginas del (ya agonizante) diario en
papel.
(Publicado en Uroboro)