En una foto de sus últimos años, se observa a Rafael Sánchez Ferlosio "en estado puro", por así decir. Vemos a a un ancianito materialmente derrumbado sobre el asiento, con la mirada perdida (entre desconsolada e inconsolable), los labios dibujando un rictus de profundo desagrado, las manos caídas, los hombros caídos, la vida por los suelos. Es un hombre que no oculta que ha sido vencido. Ni siquiera se percibe el furibundo orgullo que parece querer proyectar desde sus pecios, los cuales se reúnen ahora en Campo de retamas. Mucho menos la olímpica y serena superioridad que, a final de su vida, dejaban escapar por sus pupilas los grandes longevos del pasado siglo: Cioran, Canetti, Jünger. Ferlosio es, en cuerpo y alma, la personificación de la amargura.
Amargura no exenta de lucidez, claro. Pero dudo mucho que aquélla sea la consecuencia necesaria, fatal, de ésta. Por el contrario, hay un encono en la tristeza ferlosiana que me permito calificar incluso de enfermizo. Es la de Ferlosio la viva estampa de la renuncia. Ya hace mucho que se ha rendido. "Lo malo de los viejos es que ya no cambiamos de opinión", admite, aunque no se acaba de entender qué tiene de sabio empecinarse en el error. (Siempre que se habla de senilidades fructíferas, me acuerdo del Falstaff de Verdi, o del cine de Manoel de Oliveira, o de tantos y tantos autores y artistas que no se descartaron a sí mismos para las metamorfosis).
Ferlosio encarna a la perfección cierta forma de ejercer la hispanidad, que él mismo retrata con certeras palabas: "La desazón española no ha conocido nunca la esperanza, en su lugar pone una aceptación eternamente rencorosa". Rencoroso es el pecio ferlosiano, lúgubre, airado, sin ironía, crispado hasta lo cómico. Es tanto el denuedo con que niega el autor espacios a la felicidad, que incluso niega que ésta sea posible en tiempo real: "Los días felices los pone allí el recuerdo. Por eso son tan tristes". A Ferlosio llega al extremo de ofenderse si alguien se atreve a contradecirle (no vaya a ser que se descubra, cuando es demasiado tarde, que estaba radicalmente equivocado): "Prohibido terminantemente, de una vez por todas, que se me cuenten experiencias o sensaciones nuevas". Ferlosio es, en el sentido más fuerte del término, un muerto en vida: un cadáver parlante... En muchos aspectos, me recuerda al protagonista de las Memorias del subsuelo, de Dostoyevski.
Y aun así, no deja de revolverse en el asiento. Esta contradicción entre una justificada indignación intelectual y moral, y una impotencia caracteriológica y vocacional, es de la que brotan a borbotones los iracundos pecios de Campo de retamas, muchos de ellos certeros, y que reproduzco al pie de esta nota.
Con Horacio, sin embargo, yo también "prefiero pasar por loco o por inerte, siempre que el error me sea grato, o que yo no lo advierta, antes que ser avisado y padecer con mi sapiencia" (Epístolas). Una lucidez que no sirve para arrinconar a la amargura y que nos deja varados en el cieno de la charca no merece, en realidad, tal nombre: es un ejercicio insuficiente de la cordura, la cual ha de pasar por una autolimitación consciente del análisis en aras del beneficio superior de la dicha, que no por accesible a todos los hombres de buena voluntad tiene por fuerza que estar equivocada.
Egocéntrica y redundante es la ética que del pecado no conoce ni teme más que la culpa propia, no el daño ajeno.
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Tan cierto es que la unión hace la fuerza, que hace precisamente sólo eso: la fuerza, sacrificándole todo lo demás: los sentidos, el entendimiento, la palabra, el albedrío.
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Los adelantos pueden conseguir tristezas nunca antes conocidas; ya algún pintor francés del siglo XIX nos mostró cómo la luz de una bombilla puede llegar a ser infinitamente más triste que la de un candil.
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Las garantías, como los puntales, desautorizan la verdad o la suplantan.
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El auge de transportes y comunicaciones descualifica cercanías y lejanías. Las distancias se homologan como duraciones: el espacio se redimensiona y temporaliza.
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Está claro que han renovado la palabra "tolerancia" sólo para poder darse el siempre sabroso gusto de decir "tolerancia cero".
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Es un error sumamente craso el de seguir diciendo "frías abstracciones" cuando es cada día más llamativo hasta qué punto el hierro de la abstracción se ha vuelto el que más pronto y con más ganas se pone incandescente.
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Se ponen como muy arrogantes usando el plural, porque piensan que Nosotros tiene la ejemplaridad de no ser personal sino solidario; pero Nosotros es tan persona como Yo y, si cabe, muchísimo peor persona.
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Algunos aprecian la coherencia o congruencia como una prueba de honradez en la conducta o como una garantía de verdad en el razonamiento, pero, al cabo, tiene un punto de vanidad estética: vale poco más que la rima, pero es mucho más peligrosa.
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Lo malo de la fe no es que Dios dé preocupaciones, sino todo lo contrario: Dios quita preocupaciones; Dios inhibe, enajena, insensibiliza, embrutece.
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Lo que une a los hombres es la amistad; en la unidad sin amistad los hombres quedan unidos como cosas.
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El Bien y el Mal son productos doctrinales del juicio, nunca propiedades de lo juzgado.
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La diversión es la continuación del aburrimiento pero con otros medios.
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La duda no tiene nada de violento; se aproxima, se detiene, retrocede sin volverse, con paciencia, como un pintor que busca perspectiva, rodea, merodea, a veces roza suavemente los obstáculos o se yergue sobre la punta de los pies como un gatito y rasca el borde con las uñas delanteras, como intentando asomarse al otro lado. Sólo la certidumbre asalta con violencia y pugna por apoderarse y excluir y dominar.
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Este es el nombre de la eternidad: Nunca Jamás.
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Casi y Algo, nombres de dos cadáveres que yacen en el fondo del barranco.
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Todo pura comedia: ni la cigarra era feliz cantando ni la hormiga necesitaba para nada el trigo almacenado: por necedad cantaba la primera, por necedad se afanaba la segunda.
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El que quiera mandar guarde al menos un último respeto hacia el que ha de obedecerle: absténgase de darle explicaciones.
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La voz más pobre siempre se hace la más autoritaria: no consiguiendo ya ser entendida, tiene que resignarse a no ser más que obedecida.
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Cuando la acción se ha vuelto inercia y rutina, ya sólo la omisión es resistencia, deliberación y libertad.
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La infracción de la cotidianeidad está abocada también a transformarse de acto en actitud, degenerando, antes de herir su objeto, en modelo, en mímesis, en cultura y nuevamente, por tanto, en cotidianeidad.