Digno es no hacer nada moralmente execrable para obtener algo materialmente valioso.
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Cualquiera que esté dispuesto a cualquier cosa con el objetivo de obtener cualquier otra, abre una vía de agua en su propia embarcación: precipita el hundimiento.
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La dignidad te brinda un suelo tan firme que, por muy abajo que te encuentres, siempre te mantiene en un estado espiritual elevado.
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Cuando uno atenta contra su propia dignidad, aunque logre salir adelante, se deja para siempre atrás, varado en el cieno.
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Digno: íntegro, incluso despedazado. Indigno: degradado, mohoso y purulento, aunque aparezca cubierto de oropel.
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Nadie pierde, en puridad, la dignidad, sino que la regala a cambio de… apenas nada.
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Dignidad, en realidad, no es un sustantivo, sino un verbo: no existe en abstracto, sino que cada cual, todos los días de su vida y hasta el final, tiene que conjugarlo.
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La dignidad tiene una boca curiosa: carente de labios, pero atestada de incisivos y colmillos afilados.
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Los dignos también tropiezan pero, como los gimnastas, siempre caen de pie.
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La dignidad es una dimensión personal con resonancias cósmicas: por eso cualquier menoscabo que le inflige a la suya un individuo concreto, tarde o temprano acaba dañando el universo entero.
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Indigno, vil, mezquino, ruin, canallesco… ¡qué panoplia de sinónimos, a cuál más cacofónico, contra un único bello concepto: el de dignidad!
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Con dignidad, el desposeído es amo, aunque duerma en un barril; sin dignidad, el poderoso es esclavo, por mucho que desayune todas las mañanas en una mansión con piscina.
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Epítome de la dignidad: Diógenes conminando a Alejandro a que se aparte, que le tapa el sol.
[Publicado en La condición humanista y en Nunca se sabe]