Todos los seres humanos nacemos, o libres, o iguales. Sin término medio.
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La libertad es el sueño del cautivo y la pesadilla del esclavo.
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Responsabilidad: la terca resaca de la libertad.
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A medida que ascendemos en la jerarquía del ser y el estar, se reduce el margen de libertad. Por eso Dios es todo necesidad y los reyes viven atenazados por una pléyade de servidumbres y protocolos.
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«Obedecer a Dios es libertad», escribió Séneca. ¿Y al diablo?
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La libertad absoluta está cargada de deberes irrenunciables.
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Una libertad carente de misión corre detrás de cualquier capricho.
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Si, como dejó dicho André Gide, «liberarse es más fácil que ser libre», es porque en el primer caso uno sabe de qué huye y en el segundo ignora a dónde se dirige.
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Aunque la ejerzamos, no existe la libertad de equivocarse.
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Si la verdad nos hace libres, ¿para qué nos empeñamos en poder ejercer el derecho de elegir?
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¿Libertad? La del enamorado que no conoce sino la de estar preso en el ser cuyo nombre no puede oír «sin escalofrío».
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Si no podemos elegir no ser libres, es que no podemos elegir: por lo tanto, no somos libres.