Recibo un ejemplar recién adquirido a través de la red de Por amor al griego. La nación europea, señorío humanista (siglos XIV-XVII), de Jacques Lafaye. Se trata de un importante libro publicado por el autor francés originalmente en español, ya que reside en México desde hace décadas. Aunque tiene aspecto de manual, en realidad se detiene en algunas áreas esenciales del humanismo del Renacimiento, poniendo el énfasis en los aspectos lingüísticos y retóricos, y especialmente en el cultivo del griego y la importancia de su rescate para el desarrollo de la cultura europea de la época (y de la nuestra). Aquí voy a reproducir un pasaje del epílogo, titulado "Consideraciones intempestivas en torno al humanismo hoy día", donde este investigador da rienda suelta a su pesimismo tras constatar la escasísima importancia que tiene el estudio de nuestra tradición cultural en la actualidad, hasta el punto de calificar de "etnocidio programado" a la labor de demolición del legado clásico en beneficio de los cultural studies y otros fenómenos periféricos "cuya víctima es la mayoría" (pág. 348), al verse privada de un instrumento de valor inigualable para la formación de la persona en una sociedad democrática e igualitaria. Juzguen ustedes mismos si sus análisis son certeros o se excede en sus presagios apocalípticos.
¿Qué tiene que ver la humanidad con el humanismo o “las humanidades”? La economía necesita econometristas, pero la humanidad está más que nunca necesitada de “humanistas” lato sensu, esto es, dirigentes capaces de abarcar mental y emocionalmente todos los parámetros, sociales, políticos y culturales: ver más allá de los indicadores bursátiles y las estadísticas económicas y sociológicas. Esto supone cultura histórica, y política (en sentido platónico), incluso si se considera que nuestro tiempo no tiene antecedentes porque el dominio de las técnicas avanzadas nos ha dado acceso a un mundo virtual el cual, si bien se ve, no es más que una extensión del mundo real, una refinada prótesis. El planeta está gobernado por peritos especialistas, mejor dicho “expertos” en economía y finanzas, estrategia mercantil y militar... y los catastróficos resultados están a la vista.
Gadamer afirma que: “La importancia creciente del papel desempeñado por el experto en nuestra sociedad es también un grave síntoma de la creciente ignorancia de quien adopta las decisiones” (Hans Georg Gadamer, La herencia de Europa [Das Erbe Europas, 1989], ensayos presentados por Emilio Lledó, Ediciones Península, Barcelona, 1990). Tenemos la firme convicción de que la cultura humanística es una condición de la apertura mental y de aquel “suplemento de alma” que (en términos ya obsoletos de Henri Bergson) le ha faltado a la humanidad desde principios del siglo XX para la brújula. La pérdida de la memoria de aquella civilización que había producido los Diálogos de Platón y de Luciano, sazonados con sal ática, la poesía de Virgilio y el “Manual” (Enquiridión) de Epicteto, está vinculada al auge de la barbarie de que somos testigos y víctimas. La liquidación, por simple omisión, de la cultura humanística en los grandes medios de comunicación, así como la mercantilización de las relaciones humanas, son una catástrofe de gran magnitud, sólo comparable con el desastre ecológico contemporáneo.
Es en los Estados Unidos de América donde este proceso de descomposición está más avanzado, pero es también en los Estados Unidos donde se ha desarrollado una vigorosa reacción, que todavía busca su ca mino. Nuestra época desmemoriada se deja arrullar por la ilusión “instantaneísta” de la ubicuidad televisual; la responsabilidad de ello la comparten los hombres del show biz y los políticos, ¡y también los papanatas que siempre serán mayoritarios!
La raíz de la barbarie actual es la arrogante ignorancia, la pérdida inconsciente de las raíces culturales. Aclaremos: casi todo nuestro vocabulario técnico-científico, y la totalidad de los términos empleados en biología, medicina y farmacopea se han formado mediante la combinación de radicales griegos; lo mismo se puede afirmar del latín en la ciencia botánica. Nuestro lenguaje cotidiano ha ido cuajando en el fluir de los siglos, a partir del latín vulgar de los legionarios, adobado más tarde con latín ciceroniano (injertado de griego y árabe principalmente), y es el resultado final de una tardía ortopedia académica. Los nombres de nuestros parientes y vecinos: Helena, Alejandro, Teodoro, Demetrio, Hipólito, Basilio, Héctor obviamente, y, no tan obvios: Esteban, Catalina, Jorge, Irene, Sofía, etc... son nombres griegos. Y hay algo más fundamental: todos los conceptos y procesos argumentativos que utilizan (por lo común, inconscientemente) los científicos sociales son trasunto de la antigua retórica y la antigua dialéctica griega, tal como han llegado hasta nosotros, deformados por cierto, mediante los escolásticos medievales, los humanistas del Renacimiento, los racionalistas de las Luces; concretamente, los padres jesuitas y maristas de los colegios y sus continuadores, los maestros laicos del siglo pasado. Sólo que, según lúcido diagnóstico de Alfonso Reyes: “Hoy hemos perdido la nuez y guardamos la cáscara”.
La inadvertida tragedia es que ya no hay colegios de humanidades, sine sólo planteles de profesionales; es decir, ignorantes de todo lo que no pertenece a su especialidad: el mundo y la vida. Lo moderno se autodefine como la superación de todo lo anterior, ya obsoleto por la magia del incesante progreso. Se pierde de vista que el progreso es sólo técnico. En rigor, la modernidad se podría definir, muy al contrario, como el proceso milenario de degeneración de la antigua sabiduría griega, proceso ya en fase terminal. Surgen algunos improvisados “pensadores” que pretenden que, como consecuencia de los progresos de la química biológica, a Platón le ha de sustituir Prigogine como referencia filosófica, lo cual sólo refleja la fusión entre áreas separadas del saber. El avión supersónico no le ha quitado sentido al mito de Ícaro.