Desde Platón y Aristóteles hasta Javier García Gibert y
Jesús Cotta, la propuesta humanista ha permanecido prácticamente invariable a
lo largo de dos milenios y medio: el hombre, criatura singular en el cosmos,
dual en su composición (cuerpo y alma, materia y espíritu), síntesis de lo alto
y lo bajo, vive en un equilibrio precario, pues por un lado la gravidez de la
tierra tira de él hacia abajo, y por otro la gracia del cielo le succiona hacia
arriba, de manera que de su libre elección dependerá si claudica y regresa a la
animalidad (feritas), con la cual
comparte instintos y pasiones, o se yergue y endereza sus pasos hacia el Creador,
al que le debe la razón y las virtudes (divinitas).
Sin diferencias esenciales entre ambos,
paganos y cristianos (humanos por vocación pero sobre todo por elección)
comparten una perspectiva de la existencia vertical, jerárquica, en la cual el
individuo arrostra la responsabilidad intransferible de dirimir si se arrastra
o levita, se asemeja a las bestias o a los ángeles; una estructura ontológica
cualitativa que queda subvertida con la Modernidad, donde la horizontalidad se
impone y la historia se erige en juez único del hombre y de la sociedad.
Esta renuncia a las alturas no es
gratuita: acarrea una equiparación inevitable entre todas las criaturas, pues
no quedan instancias morales, intelectuales o espirituales a las que apelar; el
humano ya es un ser entre los demás, sin más derechos que ellos y, lo que
resulta escalofriante, carente de una misión específica. Reducido a mero
amasijo de hormonas y neuronas, sin otra meta aparte de garantizar la
supervivencia de la especie, despojado de cualquier promesa de trascendencia,
queda el hombre abandonado a sus impulsos primarios, como los ratones o las
cucarachas. Las consecuencias a la vista están: vuelve la ley de la selva, el
violento todos contra todos, y cunde la desesperación (en su doble faz: la de
la abisal depresión y la de la diversión desaforada), mientras las mascotas
ocupan sin ningún esfuerzo el lugar de nuestros semejantes: ¿por qué no, si
para el antihumanismo todos los seres vivos somos... iguales?
Ante este panorama, se impone desandar
el camino, volver a la encrucijada (la “Y”) en que Occidente decidió elegir la
senda incorrecta –la que le alejaba del cielo para aplastarlo contra el suelo–
y retomar los principios del humanismo clásico: ese que, aliando cultura
clásica y cristianismo, puso al hombre ante el espejo de su propia dignidad.
Para ello, reunir en una antología algunos pasajes excelentes de la tradición
humanista quiere y puede servir para refrescar una memoria emborronada por la
vana erudición y la divulgación mal entendida: en una época en que a los
clásicos se les malversa para usos meramente lúdicos o decorativos, enfatizar
su valor como estandartes morales, intelectuales y espirituales no es poca
cosa.
Todo comienza con Platón y
Aristóteles, prosigue con Cicerón y Séneca y perdura con la Patrística
cristiana (Lactancio, Nemesio de Émesa, San Agustín), forjadores todos ellos de
los grandes conceptos del humanismo clásico (el de alma, el de virtud, el de
sumo bien, el de libro albedrío) y cartógrafos de las variadas rutas que pueden
orientar al individuo –instancia fundamental de la cultura occidental– en las
procelosas aguas de la existencia.
Los humanistas del Renacimiento
reavivan la conciencia de continuidad de dicha tradición y, gracias a sus
aptitudes retóricas y oratorias (muy evidentes en los casos de Pico della
Mirandola, de Juan Luis Vives o de Ambroise Paré), reincorporan sus grandes
referentes también a la vida cívica y política. Con el paréntesis entre
prudente y escéptico del barroco (aquí, Gracián brinda un oportuno contrapunto
al optimismo desbordante de sus inmediatos antecesores), Kant y sus herederos
románticos, representados en la antología por Schiller y Fichte, toman el
testigo del humanismo despojándolo de su terminología clásica aunque
preservando su espíritu esencial. Con todo y con eso, aún es posible constatar
la pervivencia en plena Modernidad de adalides de la versión ortodoxa del
humanismo, como queda demostrado en el caso de Juan Pablo Forner.
La generalización, durante los siglos
XIX y XX, del paradigma científico en las ciencias humanas tuvo un impacto desastroso
para el humanismo clásico, más preocupado por la prescripción que por la
descripción (y aquí las aportaciones de la antropología filosófica resultan
sumamente ilustrativas); la reflexión queda entonces confinada en los márgenes
de un ensayismo siempre amenazado de incurrir en graves inconsistencias, cuando
no en la inanidad narcisista. En cualquier caso, nombres como los de Ortega y
Gasset, Arendt, Zambrano, Jaspers, Camus o Steiner mantuvieron viva la llama de
un humanismo de resistencia, el único posible en tiempos de penuria.
El siglo XXI, con la irrupción de dos
fuerzas antagónicas aunque concurrentes en su vocación antihumanista (me refiero
al animalismo y al transhumanismo), activa una auténtica emergencia
civilizatoria que pasa por la restauración de la continuidad perdida con la
gran tradición cultural de Occidente, de la cual en este libro se recuerdan
algunos de sus grandes hitos. Las palabras de algunos de nuestros
contemporáneos aquí reproducidas (Ayllón, García Gibert, Cotta) resuenan
poderosamente como aldabonazos en los adormecidos oídos del presente,
desvelando la vigencia inmarcesible de un legado cuyo valor nunca dejaremos de
ponderar como merece. Y es que sólo rememorando aquello que fuimos porque lo
sabíamos podremos recobrar la conciencia de lo que siempre seremos, aunque lo
hayamos olvidado.