Elogio de los moralistas clásicos franceses

 


 

“Quisiera amonedar la sabiduría, es decir, acuñarla
en máximas, en proverbios, en sentencias
 fáciles de retener y transmitir”.

Joseph Joubert

 

Desde que el hombre es hombre, y se identifica ante el espejo como tal, hay dos cosas que no ha podido dejar de hacer: tratar de conocerse a sí mismo y plasmar ese conocimiento en palabras perdurables. Ahora bien, para poder transmitirse entre los vivos y ser legado a los aún por nacer, entroncando así con los muertos en una continuidad preñada de sentido, dicho saber debía preservarse del modo más eficiente posible, pues de lo contrario se exponía a perderse, víctima de su prolijidad. Fue así como los grandes sabios del pasado se esforzaron en sintetizar todo lo que habían averiguado acerca de sí mismos y de los demás en el menor número de palabras, lo más bellas y memorables de que fueron capaces, pues de ese modo se aseguraban que las generaciones futuras iban a disfrutar apelando a ellas, de tan certeras y musicales que se les antojarían.

Ese fue, quiero creer, el origen primero del género más breve, ya se llame aforismo, máxima, sentencia, refrán, apotegma o como se desee: en suma, se trata de destilar, en el espacio más corto, la experiencia más larga. Una proeza al alcance de muy pocos: los Siete Sabios e Hipócrates abrieron senda, en la venerada Grecia, y detrás les siguieron espigadores que, a falta de materia prima original, la encontraron allí donde surgiese: en las piezas teatrales de Publilio Siro o de Menandro, en las declaraciones de reyes y generales (como hiciera Plutarco), en las pláticas con Epicteto, en los tratados de Séneca... La tradición es tan larga, que no acabaríamos nunca de glosarla. Y es que, no nos engañemos: el lector común, el que busca en las palabras verdades que iluminen su existencia y no referencias de las que presumir ante una concurrencia más o menos letrada, anda a la caza, en el marasmo textual que discurre ante sus ojos, de la liebre que salta cuando menos se la espera, de la frase fecunda que encierra una idea feliz bajo un vestido elegante. Por eso somos muchos los que, aun en la época de las pantallas, leemos con un lápiz en la mano: para aislar y extraer aquellas perlas semiocultas en la maleza de los demasiados libros, las cuales, por poco que las acojamos con espíritu libre y corazón puro, quizás puedan llegar a salvarnos de la desesperación o, en último extremo, a abrirnos las puertas del cielo.

Un aspecto esencial en la benevolencia que todas las culturas han deparado al saber expresado lacónicamente es su portabilidad: uno puede grabarse a fuego en la mollera ciertas frases a modo de lemas de los que echar mano en momentos de confusión vital. El riesgo, claro, es instalarse cómodamente en la pereza, en la inercia: en la sumisión. Para conjurararlo, debemos exigirnos el mantener respecto a las breverdades del pasado una distancia prudente: dialogar con ellas; meditar a dónde podrían llevarnos, si las tomamos al pie de la letra; no reducirlas (vade retro!) a simples consignas, y mucho menos, degradarlas en armas arrojadizas. Una sentencia mal empleada, en lugar de imbuirnos de sabiduría, expande la ignorancia y la barbarie.

En la eximia (aunque no siempre conocida) historia de la concisión, ocupan un papel principal los moralistas franceses, un rótulo que conviene examinar con cierto detenimiento. Sabido es que el término moral procede del latín mores, costumbre: así, la moralidad se propone orientar los actos de los individuos de acuerdo con principios estables, mientras que el moralismo aparecería como un sobreesfuerzo por teñirlo todo –el arte, la literatura, el periodismo, la educación, la política, en definitiva: el discurso público– de ejemplaridad coactiva. En el paradigma moral se sobreentiende la dimensión colectiva de la acción humana y el necesario ejercicio (en cuanto derecho y, también, en tanto deber) de inspección y vigilancia de nuestras palabras y nuestros actos para ajustarlos a una suerte de sana utilidad interpersonal. Frente a los postulados espontaneístas, que dan por supuesto que el hombre, dejado a su albur, es bueno y generoso, se yerguen quienes no se engañan respecto al egoísmo consustancial a la naturaleza humana: para reconducir las tendencias antisociales propias del individuo sin correa, cabe orientar su conducta de manera persuasiva, bien sea a través de las instituciones formales (familia, escuela) o informales (la opinión personal expresada en los libros y en los medios de comunicación impresos o audiovisuales).

La pecualiaridad de los moralistas franceses es que se echan a la espalda la ardua tarea de juzgar la conducta humana –aunque, por la clase y la época en que vivieron sus autores, esta se ciñe a los estrechos márgenes de la buena sociedad– en un formato que no es el esperado para una misión tan hercúlea: la frase, el apunte, el fragmento. En lugar de articular sus observaciones de acuerdo con los géneros considerados nobles (el tratado, el diálogo, incluso el teatro), se atrincheran, a modo de los francotiradores, en una torre almenada desde la cual capturan los numerosos actos fallidos que, en el curso del día a día, desenmascaran nuestras hipocresías, nuestras flaquezas, nuestras mezquindades: en suma, nuestra lamentable condición humana. Este es el caso eminente del Duque de Rochefoucauld, maestro insuperado de un crudo realismo que linda con la más amarga misantropía.[1]

Por suerte, no todos los moralistas se dejaron arrastrar por la desesperanza. Vauvenargues, Chamfort o Joubert se cuidan muy mucho de oponer, a la constatación de que la maldad, la fealdad y la mentira son las dueñas del mundo, una apuesta decidida por la superioridad del bien, la belleza y la verdad. Para ello, es preciso hacer oídos sordos a los cantos de sirena del pesimismo y continuar remando en el proceloso océano de la existencia en común, esmerándose en mantener el rumbo hacia la plenitud que, Dios mediante, nos espera al final del camino (ya sea en esta o en la otra vida). Esta capacidad casi sobrehumana de seguir confiando en nuestros semejantes cuando se acumulan los argumentos en su contra –como se puede comprobar fácilmente en el caso de Pascal o (de nuevo) de Joubert–, arraiga en una concepción del mundo donde la trascendencia aún no ha sido expulsada, de manera que se constituye en contrapunto necesario gracias al cual todo cobra al fin sentido, el mundo recupera su brillo originario y los seres humanos podemos volver a conducirnos de un modo, esta vez sí, civilizado: afable, fraterno, reconciliado.

Si alguna actualidad pueden seguir teniendo, en pleno siglo XXI, las máximas, las sentencias y los pensamientos que escribieron personas que vivieron y murieron en un mundo aparentemente tan remoto (¡la Francia del Antiguo Régimen!), es porque la naturaleza humana sigue y seguirá siendo siempre la misma, desde sus albores hasta el apocalipsis final: experimentamos los mismos miedos, alimentamos los mismos deseos, cometemos, una y otra vez, los mismos errores y, por ello, podemos permitirnos seguir alimentando las mismas esperanzas y sentirnos aliviados, confortados y acompañados por las mismas palabras que les aliviaron, confortaron y acompañaron a ellas.

 

Sevilla, diciembre de 2024



[1] Cierto es que no todos los textos que escribieron los moralistas franceses son breves, pues muchos de los de La Bruyère presentan cierta extensión, mientras que, en el caso de Pascal, sus Pensamientos son en realidad apuntes que el autor pensaba subsumir en una obra de carácter monumental.







José Luis Trullo (Barcelona, 1967). Licenciado en Filología Hispánica por la Universidad de Barcelona. Estudios de Doctorado en Filología Románica. Escritor, traductor, editor e investigador privado. Editor de la revista digital Humanistas. Director de la sección de aforismo de la revista digital Culturamas. Colaborador de la revista digital Entreletras.


LIBROS


-Sobre humanismo






- Sobre aforismo



- Creación



Remiúrgica (con Juan Manuel Uría)


Nunca se sabe (con Felix Trull)


- Antologías










TEXTOS

























Bonhomía: una virtud a rescatar




AFORISMO


-Teoría y crítica:






-Creación:












Dar a luz. Aforismos sobre la mirada









RESEÑAS





Reseña de Ignorancia, de Peter Burke

Reseña de Pensativos, de Zena Hitz

Reseña de Un tiempo entre luces, de Eduardo Baura















ENTREVISTAS


-Concedidas:

Entrevista en ABC

Entrevista en Ritmo

Entrevista en Humanistas

Entrevista en Culturamas

Entrevista en Puentes de Papel

Entrevista en 142


-Realizadas:

Entrevista a Jesús Montiel

Entrevista a Alfonso Lombana

Entrevista a Gonçal Mayos

Entrevista a Victoria Cirlot

Entrevista a Armando Pego

Entrevista a Luis Frayle Delgado

Entrevista a Javier García Gibert

Entrevista a Jesús Cotta


VÍDEOS Y AUDIOS


Sócrates para jóvenes (IES Velázquez, de Sevilla)

Inauguración del III Congreso Nacional de Humanistas (Facultad de Filosofía, US)

Los clásicos y el valor de lo común (Biblioteca Pública de Sevilla)

Cronología crítica del aforismo español (Universidad de Sevilla, 2024), min. 67 y ss.

La cultura del parricidio. La modernidad contra la tradición (Congreso Nacional de Humanistas, 2023)

Presentación de la lectura de aforismos en la Feria del Libro (2021)

Aforismos sobre el viaje (Feria del Libro de Sevilla, 2019)

A propósito del aforismo, con motivo de la Semana del Aforismo de Sevilla (2019)


FOTOGRAFÍA


Galería en Flickr